Algunos creen que la historia es un proceso completamente ajeno de la gente de “a pie”, de las personas comunes y corrientes que no tienen algún cargo político o cultural importante. Aquellos que forman el grueso de la población, los que sólo se adaptan al megarrelato sobre el que se desarrolla la vida. Guerras, revoluciones, movimientos artísticos y culturales, todos ellos parecen escribirse a través de las acciones de los grandes hombres, el espacio histórico está reducido a un grupo de apellidos que se encargan de construir la superficie que después será parte de libros de texto, investigaciones profundas, de biografías e incluso será inspiración para obras literarias de época y películas.
Pero ¿qué ocurre cuando un día cualquiera la historia toca a tu puerta? ¿Cuando, aunque no lo quieras, los hechos te envuelven y se hacen realidad, explotando —literalmente— ante tus ojos? Eso fue lo que le pasó a Shinji Mikamo, un joven habitante de Hiroshima la mañana del 6 de agosto de 1945.
En ese entonces, Mikamo era aprendiz de electricista en el ejército. Su madre había enfermado y tuvo que abandonar la localidad para irse al campo. Su hermano mayor combatía en el frente japonés en Filipinas. Él y su padre, Fukuichi, eran los únicos miembros de la familia que se mantenían unidos. Aquella cálida mañana veraniega, Mikamo faltó a sus clases para ayudar a su padre a recoger las cosas de su casa que estaba a punto de ser demolida, pues se ubicaba en un sitio estratégico que el gobierno nipón había marcado como cortafuegos para evitar la propagación de incendios producidos por ataques aéreos cercanos.
A las 7:45 de la mañana y después de tomar el desayuno junto a su padre, Mikamo decidió subir al techo de su casa para quitar una a una las tejas de barro, necesarias para la construcción de su siguiente hogar. El joven recuerda la hora a la perfección porque su padre, fotógrafo de profesión, utilizaba un reloj de bolsillo de plata que cubría casi por completo la palma de su mano que siempre traía consigo. Shinji siguió con su labor en el techo, desde donde se observaba un día totalmente despejado. El río Ota brillaba a lo lejos, mientras el sol caía a plomo en su ciudad natal.
“Inmediatamente, la rabia de la explosión transformó el blanco incandescente en un infierno lleno de cenizas, fuego y humo por doquier, que nubló durante el resto del día cualquier indicio de luz solar”.
Media hora después, frente a sus ojos apareció una increíble bola de fuego, en palabras de Mikamo, cinco veces más grande y diez veces más brillante que el Sol. La llamarada blanca se aproximaba directamente hacia él. Antes de caer fulminado, Mikamo recuerda el sonido más ensordecedor que había escuchado. Inmediatamente, la rabia de la explosión transformó el blanco incandescente en un infierno lleno de cenizas, fuego y humo por doquier, que nubló durante el resto del día cualquier indicio de luz solar.
Entre el caos, Mikamo volvió en sí cuando la voz de su padre en medio del humo gritaba su nombre. Súbitamente, el joven despertó cuando descubrió a Fukuichi parado frente a él, intentando apagar las llamas que consumían el costado derecho de su cuerpo. Esa fue la acción que advirtió a Mikamo que se estaba incendiando, y a partir de entonces comenzó a sentir el intenso ardor de la piel de su torso hecha harapos, achicharrada por la explosión. Su padre, que había sufrido heridas menores, lo ayudó a levantarse y caminaron como pudieron sin un rumbo fijo en busca de ayuda entre el apocalíptico escenario.
“Los quejidos y el llanto, la desesperación y los lamentos horrorizados entre tinieblas y devastación eran una señal inequívoca para ambos de que estaban en el infierno”.
Mientras avanzaban a paso lento, por momentos arrastrándose, el corazón de ambos se estremecía al ver a miles de personas en peor situación que ellos. Los quejidos y el llanto, la desesperación y los lamentos horrorizados entre tinieblas y devastación eran una señal inequívoca para ambos de que estaban en el infierno. Después de un rato de avanzar sin éxito y con la mayor parte de su cuerpo carbonizado, Mikamo perdió toda la voluntad y se derrumbó en el suelo, implorando a Fukuichi que lo dejara morir. Los 63 años del adulto mayor le ayudaron a sacar fuerza de donde no la había para obligar a su hijo a ponerse en pie, junto con un regaño que le advirtió de no sucumbir ante la adversidad tan fácilmente y la esperanza de que ya habían pasado lo peor, aunque de esto último no estuviera nada seguro.
En medio de los escombros, padre e hijo divisaron el Santuario de Toshogu, donde creyeron podrían recibir ayuda. Al acercarse como podían, dos soldados salieron a su paso cortando el camino, obligándoles a regresar por donde veían. Fukuichi intentó entablar un diálogo con él, convencido de que siendo una persona mayor en una cultura que venera a los viejos sabios y en su terrible condición, los militares se tocarían el corazón y los ayudarían; sin embargo, uno de ellos le gritó que podían irse al infierno y acto seguido, escupió en su cara. Esto llenó de cólera a ambos, especialmente a Mikamo, quien sintió un profundo odio hacia los soldados. Fukuichi se resignó por el estado de ambos y le explicó a su hijo una vez más el consejo que le dio durante toda su vida: “El odio es algo malo”.
Cuando todo parecía perdido, apareció frente a ellos Teruo, un amigo de Shinji que se encontraba en una condición aceptable para ayudarlos. Él cargó con ambos y siendo parte del ejército, ayudó a canalizarlos a un hospital a las afueras de Hiroshima. En el traslado, Mikamo fue asignado a otro campo de lesionados. Mientras se alejaba en la camioneta del ejército, la mirada sabia de Fukuichi lo despedía para siempre.
Después de una dolorosa rehabilitación, Mikamo despertó la mañana del 16 de agosto en el hospital y advirtió que los soldados no cargaban más con sus armas. Entendió que la guerra había llegado a su fin. En cuanto pudo valerse por sí mismo, emprendió camino hacia los restos de la casa de su padre. Al llegar al sitio devastado, apenas reconocible por los patrones distintivos de los cuencos de arroz de la familia, el joven caminó entre el carbón y las cenizas de las pertenencias de cada uno de sus seres queridos, sin hallar un solo objeto identificable.
“En medio de todo el polvo, Mikamo observó repentinamente cómo asomaba el resplandor de un pequeño disco de plata. Se echó al suelo y con mucho cuidado, sopló sobre las cenizas para ver de qué se trataba”
En medio de todo el polvo, Mikamo observó repentinamente cómo asomaba el resplandor de un pequeño disco de plata. Se echó al suelo y con mucho cuidado, sopló sobre las cenizas para ver de qué se trataba: era el reloj de Fukuichi, su padre, quemado y en estado parcial de oxidación. El vidrio que lo cubría había estallado en mil pedazos, al igual que las manecillas y cada uno de los números en el fondo. Mikamo siguió limpiando y observó con atención que la descarga de los inmisericordes 13 kilotones de TNT, fisionados en menos de un segundo a una temperatura mayor al millón de grados centígrados, habían fundido el resto de las manecillas en el fondo del reloj, creando marcas indelebles del momento justo en que ocurrió la explosión: las 8:15 de la mañana.
Mikamo de inmediato pensó en las hermosas fotografías que tomaba su padre, al tiempo que mientras sujetaba al reloj, tuvo otro impacto igual de fuerte que la bomba atómica. En ese momento, el joven tuvo la profunda sensación de que nunca más volvería a ver a Fukuichi. Tomando el reloj y apretándolo contra su pecho como el último vínculo que lo conectaba con su familia, el joven se limpió las lágrimas en los ojos y conservó con religioso fervor el aparato favorito de su padre.
Meses después, Mikamo recibió la noticia de que su madre había muerto, no sin antes leer la postal que él le había enviado desde el hospital para decirle que había sobrevivido al ataque. Su hermano corrió con la misma suerte en Filipinas. Siendo un huérfano, Mikamo fue rechazado por la sociedad y emprendió la lucha por sobrevivir y librarse de todos los demonios que había dejado la guerra. A pesar de que por momentos sentía un odio profundo contra aquellos que le arrebataron a su familia, el joven se tranquilizaba y volvía en sí siguiendo la máxima que le inculcó su padre: el odio es malo y no debe practicarse.
En 1949, Hiroshima fue nombrada oficialmente la Ciudad Internacional de la Paz y Mikamo decidió donar el reloj al Monumento de la Paz como muestra del amor y el heroísmo que su padre tuvo durante esos duros momentos en una mañana de agosto. Meses después, conoció a una joven encantadora de nombre Miyoko, con la que se casó contra la voluntad de sus padres. Mikamo por fin conoció de nuevo la felicidad y lo que significaba una familia al lado de su esposa y tuvieron tres hijas. Conforme fueron creciendo, el intenso miedo y las pesadillas de aquella trágica mañana de muerte fueron borrándose de su mente y encontraron arropo en el amor de las mujeres a su lado.
En 1989, Akiko, una de sus hijas, decidió viajar a los Estados Unidos a estudiar Psicología. Cuatro años antes, Mikamo había aceptado enviar su reloj como una reliquia al edificio de la ONU en Nueva York como parte de una exposición permanente. Lo primero que hizo Akiko al pisar tierra norteamericana fue correr la sede de Naciones Unidas para conocer el reloj y con él, una pequeña parte de su abuelo. La joven se identificó y cuando abrió el estuche, descubrió con sorpresa que el reloj no estaba en su lugar, había sido robado. Llena de rabia, Akiko se comunicó inmediatamente con su padre para informarle la terrible noticia. Montada en cólera, Akiko vociferaba y esperando una respuesta similar de su padre, después de un breve silencio, Mikamo recordó que la grandeza de su padre iba mucho más allá de un objeto y con serenidad, le transmitió el verdadero legado de aquel hombre heroico: “Akiko, no los odies, es fácil culpar a alguien cuando se sufre una pérdida significativa”.
Si quieres conocer un poco más sobre los hitos que han impactado fuertemente en el devenir de la humanidad, lee sobre los sucesos que han marcado el curso de la historia. Si estás interesado en conocer más historias como ésta, visita el artículo de los objetos de las víctimas del ataque nuclear a Hiroshima.
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Fuente:
BBC Noticias