En México tendemos a hacer de todo un chiste. Incluso cuando el objeto de nuestra burla haya causado la muerte de un puñado de personas, el famoso “ingenio mexicano” sale a relucir sin previo aviso. Aunque está en nuestra naturaleza, la mayoría de las veces preferiríamos que éste fuera más moderado de lo que es en realidad, de haber sido así no habríamos escuchado algo tan molesto como la “canción del chikungunya” que, más que informar a la población acerca de la peligrosa enfermedad provocada por la picadura de un mosco, fue motivo de burla en muchos niveles.
Irónicamente (y a la par de nuestras risas a causa de lo que algunos medios llamaron “la canción del verano”) en los hospitales algunas personas en realidad estaban padeciendo los estragos de la enfermedad a la que hace referencia. La vergüenza en el mexicano –si existe– es mínima cuando se trata de burlarse de la desgracia del otro. Sin embargo, en un instante, esa mueca burlona puede ser remplazada por un semblante mucho más miserable en cuanto nos percatamos de que el mal, si no nos ha alcanzado a nosotros, lo ha hecho con alguno de los nuestros.
Todo esto puede parecer algo reciente. Hacerle una canción a una enfermedad mortal sólo podría ser producto de una mente contaminada por el mal gusto en Internet; pero en 1985 las emisoras de radio en toda América Latina comenzaron a tocar “La cumbia del SIDA” a cargo de la Sonora Dinamita. Sin embargo, a diferencia de la el chikungunya, ésta pudo haber sido más producto del miedo que del humor. A finales de los ochenta y a lo largo de toda la década de los noventa, el VIH se convirtió en una pandemia mundial.
Ni siquiera los doctores mas especializados sabían —aún siguen sin averiguarlo completamente— cómo lidiar con una enfermedad como esta y diariamente aparecían nuevos infectados en los hospitales. Los noticiarios y diarios hablaban con tanta naturalidad acerca del SIDA que comenzó a formar parte de la cotidianidad mundial, con la única diferencia de que ésta, entre más la ignorábamos, mayor daño causaba a la población. En una nota publicada en Confabulario, el escritor Humberto Batis recuerda su primer contacto con el VIH durante una cena con el también escritor José Rafael Calva Pratt —quien era abiertamente homosexual— y Patricia González Rodríguez.
José Rafael Calva Pratt
Esa noche, mientras degustaban sus alimentos, Patricia pidió a Calva Pratt que le permitiese probar un poco de su comida, pero éste simplemente se negó. Al principio el gesto causó algo de indignación, pero es probable que en la mente de José Rafael, el acto haya sido lo más heroico que haya hecho en su vida, pues desde su perspectiva, acababa de salvar a Patricia de los “restos de VIH” que se encontraban en su comida.
Hoy sabemos que, a pesar de ser un fluido corporal, el contagio por saliva y sudor es poco probable, casi nulo. No obstante, en los primeros años de la pandemia incluso los doctores experimentados como el mismo padre de Batis consideraban que ser periodista era un trabajo de alto riesgo:
«… consideraba que mi trabajo era de alto riesgo porque las hojas de papel de los artículos que recibía podían tener algún virus, pues mucha gente acostumbra ensalivar el dedo para pasar las páginas. Decía que además de saliva, podía haber rastros de mocos, semen, incluso sangre por las cortadas que las personas se pueden hacer con el filo del papel».
— Humberto Batis
En una sociedad llena de miedo, en la que incluso se llegó a pensar que era necesario cambiar y quemar periódicamente las sábanas en las que dormían los infectados —después de que se anunciara que el contagio no era sólo vía sexual, las medidas se volvieron más rígidas—, el papel de personas como José Rafael Calva Platt fue de vital importancia, pues destinó su columna en el suplemento sábado del diario Unomásuno, la cual originalmente tocaba temas sobre música clásica y ópera, a narrar el proceso de su enfermedad y cómo ésta le consumía poco a poco las fuerzas. Esta serie de textos, entre muchos otros testimonios externos fueron la clave para comenzar a concientizar a la sociedad paranoica acerca de una enfermedad hasta ahora incurable, pero que en un par de décadas pasó de ser mortal a crónica.
Al final de cuentas (por insignificante que parezca) cualquier enfermedad representa en sí misma un peligro para la salud. De modo que en lugar de invertir esfuerzo, dinero y tiempo en una canción totalmente innecesaria, éste se podría destinar a proveer a los enfermos de tratamientos efectivos en contra de dicho padecimiento. Después de todo, los motivos para reírnos, al menos para el mexicano promedio, siempre son muchos más que las desgracias… aunque a veces parezca todo lo contrario.
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Todas las fotografías, excepto la de Calva Pratt, pertenecen a Larry Clark.