Adolf Eichmann formó parte de los nazis que escaparon a Latinoamérica cuando el Tercer Reich llegó a su fin. Su papel en el esquema de la causa nacionalsocialista fue el de teniente coronel de las Schutzstaffel (SS) y uno de los principales promotores de la “solución final”, la decisión de exterminar a millones de personas a través de su traslado a campos de concentración y exterminio.
En 1960, Eichmann fue detenido ilegalmente en Buenos Aires por un comando del Instituto de Inteligencia y Operaciones Especiales de Israel (Mossad) y trasladado a Jerusalén, donde enfrentó un juicio por los crímenes de guerra cometidos durante el Holocausto. Ante los cuestionamientos sobre el móvil que lo llevó a actuar de esa forma, el otrora coronel se desmarcaba de su culpabilidad afirmando que todo lo que hizo fue seguir órdenes:
El juicio recibió una cobertura mediática sin precedentes y desató todo tipo de conclusiones y especulaciones. Finalmente, la justicia israelí lo declaró culpable de genocidio con la condena de morir en la horca, misma que se cumplió el 31 de mayo de 1962. Tres meses después, un psicólogo de la Universidad de Yale, de nombre Stanley Milgram, decidió llevar a cabo un experimento social para determinar cuán cierta resultaba la apología de Eichmann y comprobar hasta qué grado una persona era capaz de actuar en perjuicio de otra tan sólo siguiendo órdenes de una autoridad.
Con el objetivo de esbozar una respuesta, Milgram diseñó una prueba con tres individuos, cada uno con un rol asignado: en primer lugar, el científico e investigador era el encargado de persuadir a través de palabras al participante en turno, quien poseía un tablero capaz de emitir supuestas descargas eléctricas a través de electrodos al tercer individuo (el “alumno”), que en realidad era un actor que no recibía descarga alguna dispuesto para poner a prueba la obediencia del participante.
A través de un sencillo sistema de preguntas y respuestas a manera de trivia, el participante (que siempre tomaba el rol de “maestro”) debía interrogar en voz alta al “alumno” y prestar atención a su respuesta. Si respondía correctamente, la dinámica ascendía de nivel. De lo contrario, debía suministrarle descargas eléctricas a través del tablero que tenía frente a sí. No sólo eso: siendo la obediencia del participante el objetivo central, cada electroshock aumentaba en voltaje respecto al anterior, hasta llegar al límite, los 450 voltios.
El “maestro” tenía frente a sí la posibilidad de hacer daño al “alumno” o evitar lastimarlo; no obstante, era obligado verbalmente por el científico desde su status de autoridad. Después de llevar a cabo el experimento al menos en 40 ocasiones, Milgram creyó obtener una respuesta satisfactoria a su hipótesis original.
26 participantes superaron los 150 voltios, instante en que una grabación pretendía engañarlos para hacerles creer que la descarga comenzaba a ser dolorosa e insoportable para el “alumno”. A pesar de que todos los participantes en el rol de “maestro” mostraron aflicción o se negaron momentáneamente a seguir con el experimento, parecían no contar con otra opción cuando eran presionados por el científico para seguir adelante.
Por supuesto, la conciencia humana es compleja y su carácter no flota en el aire, ni depende de tan simplistas como asegurar que alguien actúa de cierto modo sólo porque es “bueno” o “malo”. En realidad, tanto la concepción de ambas palabras, como el comportamiento ante ellas, está determinada por el ser social. Ni las condiciones de la Alemania del primer tercio del siglo XX que dieron paso al fascismo, ni las de cualquier otra sociedad específica pueden ser recreadas en un laboratorio.
Holocausto bajo órdenes de autoridad, así como las circunstancias, tanto sociales como individuales que les llevaron a cometer los crímenes más recordados del siglo XX.
*
Referencias
The Atlantic
American Psychological Association