*«El octavo mandamiento puede ser violado cuando se trata de salvar vidas».
Esta acotación debería existir en la Biblia judeocristiana. Y es que, si no fuera por una mentira, 8 mil judíos no hubieran sido salvados de morir en los campos de concentración nazi de Polonia. El mentiroso —y héroe—: Eugene Lazowski.
Además de soldado fue doctor. Cuando la Segunda Guerra Mundial estalló, pudo huir de un campamento de prisioneros. Sin embargo, nunca olvidó a los suyos y jamás ignoró el dolor de los cientos de miles que continuaban presos. ¿Cómo ayudar ante la fuerza abismal de un imperio sangriento e indolente? La respuesta vendría de la mano de una casualidad.
Su amigo, el doctor Stanislaw Matulewicz descubrió una especie de vacuna contra la tifoidea. Se dio cuenta de que al aplicarla, los estudios de sangre daban positivo como si se tratara de una infección real. Ambos, al ver el horror que se vivía en los campos de concentración nazi, decidieron actuar y ayudar —a como diera lugar— a todos los prisioneros. La llamaron “guerra privada”, debido a la secrecía con la que actuarían. Incluso, tampoco confesaban a sus pacientes lo que estaban haciendo.
La historia del primer hombre beneficiado con este descubrimiento es conmovedora:
Forzado a trabajar en los campos de concentración, enfermó y gracias a eso, le permitieron retirarse unos días. No por “buenas personas” ni por sentir compasión por él, sino porque temían contagiarse.
Al regresar con su familia el hombre pudo respirar la paz, pero sólo momentáneamente. Los días se agotaban y cada vez faltaba menos para que el plazo se venciera: tendría que volver, estaba obligado. No podía huir porque de hacerlo, los nazis irían en busca de su familia y podrían aniquilarla. Su desesperación fue tal que pensó en quitarse la vida.
Era una situación completamente desgarradora: por un lado, tener la posibilidad de irse lejos y no regresar nunca más al infierno y por otro, el enorme temor que sentía porque algo malo le sucediera a sus seres amados.
Al visitar a los doctores, casi milagrosamente, se arregló: ellos le propusieron inyectarle una sustancia desconocida para él. Aceptó. Posteriormente le tomaron una muestra de sangre para ser enviada a revisión médica. A los pocos días, la respuesta regresó: el hombre dio positivo en una prueba de tifus.
Fue la mejor noticia que pudo haber recibido jamás… Los resultados fueron enviados a los soldados nazis y ellos decretaron que no regresara al campo. No sólo eso: debido al temor de que alguno de sus familiares cercanos hubiera sido contaminado también, prohibieron el arresto de cualquiera de ellos.
Estaban emocionados. Tenían en las manos el arma secreta para salvar a más de los suyos. Con total precaución y cautela, comenzaron a inducir a otros prisioneros a inyectarse la vacuna.
Cientos de certificados médicos llegaban a manos de los soldados nazis quienes veían —con miedo— como sumaban hasta llegar a miles. Ante el terror de contagiarse, expulsaban a los “enfermos” quienes salían libres y regresaban a salvo con sus familias.
Debido a que se trataba de una falsa epidemia —pues ninguno estaba contagiado en realidad, sólo tenía la vacuna— las autoridades alemanas comenzaron a ver con desconfianza el hecho de que ninguno de ellos moría. Por ello, mandaron una comisión investigadora. Sin embargo, lo habían hecho tan bien que no fueron descubiertos y fue hasta 1977 cuando dieron a conocer su logro en un artículo para el boletín de la Sociedad Americana de Microbiología. Como testimonios de esta heroica historia quedaron un centenar de estudios científicos y Mi guerra privada un libro de memorias sobre lo sucedido escrito por el propio Lazowski.
Las mentiras, lo hemos visto, no siempre traen consigo perjuicio. Hay maneras en las que pueden usarse para beneficio de los demás y para cambiar el rumbo de la historia para siempre. La valentía de Lazowski y el empeño de Matulewicz son un claro ejemplo de que, en conjunto, faltar a la verdad puede salvar vidas.
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