En plena Segunda Guerra Mundial, los oficiales de los Estados Unidos notaron que un enemigo desconocido e implacable contaba cada vez más bajas para su ejército. Después de revisar centenares de casos en que los hombres a su cargo eran incapaces de tomar las armas y luchar alegando distintos malestares sin una explicación conocida, los generales se percataron de que tal efecto era aún mayor luego de que los soldados tomaban una ciudad o se iban de juerga. Se trataba de sífilis, una enfermedad de transmisión sexual que las tropas contraían luego de tener sexo entre los mismos soldados, prostitutas y el resto de la población europea infectada.
La noticia de la crisis por el brote de sífilis llegó hasta Washington, donde el análisis más entusiasta afirmaba que el tratamiento entonces conocido para esta enfermedad era caro (cerca de 34 millones de dólares para los infectados) y poco efectivo, dado el desconocimiento de la naturaleza propia de la afección y su evolución. La idea de financiar una investigación para conocer más del curso real de la enfermedad y las alternativas para su tratamiento se cristalizó en el Servicio Público de Salud de los Estados Unidos (United States Public Health Service); no obstante, se presentaban obstáculos evidentes para una investigación exitosa:
Para lograrlo, debían existir pacientes decididos a ser tratados como conejillos de indias, con un grupo de control que sólo tomara placebos y uno más que utilizara penicilina y otros tratamientos nunca antes probados en humanos, pero ¿quién en su sano juicio podría dejar que le contagiaran de sífilis para experimentos científicos? ¿Cómo podrían llevar a cabo tal prueba en los Estados Unidos, si la tasa de contagio aún era baja en su país?
El médico a cargo de tal empresa, John Charles Cutler, miró al Sur en busca de una solución que desde entonces, se antojaba fuera de toda dignidad humana y dispuesta a violar cualquier ley. Después de analizarlo durante meses y con total apoyo del organismo de salud estadounidense, Cutler llegó a Guatemala en 1946 y aprovechándose de la delicada situación del país latinoamericano, montó en comunicación con el ejército guatemalteco un cuartel que habría de servir como centro de operaciones para uno de los crímenes de la humanidad mejor ocultos de todo el siglo XX.
De 1946 a 1948, se estima que entre mil 500 y 2 mil personas fueron contagiadas intencionalmente de sífilis o gonorrea en Guatemala. Para evitar mayores suspicacias, el objetivo principal fueron personas poco preparadas, con nulos conocimientos académicos, la mayoría incapaces de leer o escribir.
El primer método de contagio ideado fue a través de prostitutas: so pretexto de revisiones, los médicos utilizaban a las servidoras sexuales como portadoras del virus, depositando pequeñas muestras de sífilis en sus órganos sexuales y llevando el control de reos, soldados y otros potenciales clientes a los que se suponía, lograrían infectar. No obstante, este método no fue tan efectivo como se esperaba y su fracaso abrió paso a una ampliación tan cruel como inhumana de la operación.
En lo sucesivo, Cutler se dedicó a infectar directamente a través de la uretra a los ‘pacientes’ o bien, administrando una inyección cargada con el virus en la médula espinal. El programa pasó a operar de forma encubierta en manicomios, cuarteles militares, orfanatos, centros de salud y prisiones en todo el territorio guatemalteco.
A más de 70 años de distancia de aquél plan inhumano, tan sólo existe una disculpa de por medio, que corrió a cargo de Hillary Clinton en 2010 cuando fungía como secretaria de Estado. Para los Estados Unidos, se trató de una “aberración antiética” que “nunca debió haber pasado”; no obstante, los daños en los guatemaltecos infectados con sífilis son tan numerosos que aún no existen cifras oficiales que se conviertan en historias de personas que sufrieron en carne viva el horror de ser inoculados hasta sus últimas consecuencias.
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Referencias
Slate
BBC