Nada es permanente. Todo es transitorio.
Esa es una de las enseñanzas principales del budismo, con la cual pretende mostrarle al aprendiz que nada en esta vida se mantendrá para toda la eternidad y que, sin importar qué tan grande sea el trabajo que creamos durante nuestra existencia, en algún punto todo desaparecerá, lo que revela que nada es realmente importante en el Universo a excepción de la marca que dejamos en las personas. Así lo demuestra el poema de Percey Shelley, “Ozymandias”, y una de las leyendas más importantes del antiguo Japón, la Historia del Heike, la cual narra uno de los conflictos más representativos de la historia de Japón y que demuestra que, sin importar el poder que se haya tenido alguna vez, eventualmente todo perecerá.
De acuerdo con la Historia del Heike —considerada La Iliada de Oriente—, el clan Taira (también llamados guerreros Heike), un grupo grande de samuráis descendientes del emperador Kanmu, dominaba gran parte de las políticas de Japón durante el periodo Heian, que abarca desde el año 794 hasta el 1185; estos pelearon en contra del clan Minamoto (Genji), otra comunidad predominante, quienes los derrotaron dando paso a una nueva era de la historia nipona.
El enfrentamiento fue llamado la Guerra Genpei y se originó debido a la arrogancia de los miembros de los Taira, quienes pensaron que eran mucho más poderosos que las otras familias, así que decidieron crear un golpe de estado que llevara a una revolución. Los samuráis controlaban al Emperador y creyeron que su habilidad para manipular las políticas lo mantendría en el poder. Sin embargo, los Minamoto decidieron tomar represalias y atacarlos antes de que pudiesen causar más daño.
El relato, dividido en 12 capítulos, relata de forma poética todo el enfrentamiento y dentro de sus líneas es posible percibir que es una historia sobre la impermanencia y cómo la arrogancia de los Heike los llevó a su destrucción. El punto más importante es la batalla de Dan-no-ura, combate marítimo en el que los Minamoto destruyeron a los Taira, dejándolos morir en el agua.
La leyenda cuenta que las almas de todos esos guerreros perdedores se quedaron en el agua y que los samuráis reencarnaron en cangrejos. Llamados heikegani en honor a los guerreros, estos artrópodos parecían tener el rostro de un samurái molesto en su anatomía, por lo cual, cuando alguien encontraba uno, lo soltaba en el agua como forma de respeto, ya que, a pesar de haber sido vencidos, se les trató de manera honorable puesto que desconocían la relevancia de su impermanencia.
Lo interesante de esta historia y de las tradiciones japonesas es que, de manera involuntaria, con dicha leyenda las personas participaron en uno de los primeros experimentos de selección artificial. Tal como lo mencionó Carl Sagan en su serie Cosmos, los locales que consumían cangrejos optaban por liberar a aquellos que tuvieran “la marca del samurái” como forma de respeto y consumían los artrópodos normales. Esto provocó que los heikegani se reprodujeran con mayor libertad, por lo que la otra especie fue desapareciendo lentamente. Sin querer, los humanos decidieron el destino de una especie sólo por sus creencias.
Esta leyenda mezcla la ciencia con la historia de una manera inesperada y nos enseña que las tradiciones, de forma indirecta, también han cambiado el mundo que alguna vez pensamos era inmutable. Aunque pasó oralmente de generación a generación, fue escrita posteriormente a la costumbre de dejar libres a los cangrejos “manchados” y sirvió para definir las creencias y la manera de pensar de los japoneses. El hecho de que cada vez hubiera más samuráis en el agua funcionó como un recordatorio de la impermanencia y el peligro de la arrogancia sobre el poder. Aunque en realidad los artrópodos manchados se reprodujeron por la selección artificial, ellos creían que los samuráis volvían… y tenían que respetarlos.