El 1 de Agosto de 1914, en la plaza Odeón de Münich, Hitler participó en una manifestación a favor de la guerra, un evento que fue retratado por la lente de un fotógrafo y en la cual se aprecia a un jubiloso y emocionado joven austriaco que espera con determinación la llegada de su gran momento de participar en la historia. A pesar de haber sido rechazado del ejército, según se cree por un engaño perpetrado por él mismo, Hitler presentó al rey de Baviera, Luis III, una petición para ser incorporado en un regimiento bávaro. Al día siguiente, el joven austriaco de 25 años fue aceptado. A mediados de octubre de ese año, y con una instrucción militar insuficiente, Hitler se dirigió al frente occidental.
Un hombre falto del calor de hogar, sin esposa, hijos ni padres, podía disfrutar por fin de la camaradería del resto de los soldados, quienes estaban quizá tan deprimidos como él, aunque por distintas causas. En el libro Mein Kampf, Hitler describiría estos años como aquellos que “causaron una estupenda impresión, habiendo sido mi más grande experiencia”, y sus propios camaradas describían al austriaco como “un individuo extraño, que se sentaba en el rincón del barracón con la cabeza entre las manos, sumido en honda meditación”.
Durante esos momentos de relativa calma, en que los soldados podían albergar de nuevo sentimientos y pensamientos propios del hombre civilizado, Hitler crecía su odio hacia los que consideraba los grandes enemigos del estado Alemán. Sus compañeros de trinchera también refieren esto: “De repente, se levantaba de un brinco y corriendo de un lado a otro, declaraba que la victoria no sería nuestra a pesar de nuestros cañones de largo alcance, porque los enemigos invisibles del pueblo alemán constituían un peligro mayor aún que el mayor de los cañones que el enemigo llegase a utilizar”.
Hitler, ampliamente condecorado por sus “hazañas militares”, no fue ascendido en los cuatro años que duró la Gran Guerra. Manteniendo su rango de cabo, el austriaco se conformó con sentarse en el rincón, meditar y posteriormente iniciar sus proclamaciones de oratoria en contra de los enemigos del nacionalismo alemán. En sus ratos de paz, como el resto de los hombres atrincherados, Hitler escribió cartas, muchas de ellas a sus viejos amigos de Münich, entre las cuales destaca una de las más conocidas, dirigida a su amigo Ernst Hepp, y en la cual detalla su experiencia en el frente occidental:
“Estimado asesor:
Me alegro de que recibiese mi última tarjeta, al tiempo que deseo agradecerle de corazón su amable contestación. Ahora voy a proseguir la descripción detallada de los sucesos que ya inicié en otra ocasión. En primer lugar, tengo el gusto de manifestarle que el el 2 de diciembre me concedieron la Cruz de Hierro. Gracias a Dios, no faltaban en absoluto las oportunidades de conseguirla. Mi Regimiento no quedó en la reserva, como nosotros pensábamos, sino que el 29 de octubre fue enviado al frente y desde hace tres [ilegible en el original] luchamos, unas veces atacando y otras defendiéndonos.
(…)
De anochecido llegamos a una ciudad cercana a Lille, que había sido muy castigada. El pavimento estaba muy frío, por lo que me resultó imposible conciliar el sueño. Al día siguiente cambiamos de cuartel y en esta ocasión nos metieron en un gran pabellón de cristal. Durante el día hicimos algo de instrucción, visitamos la ciudad y sobre todo, admiramos el enorme aparato bélico que había dejado en Lille su imborrable huella, y que ahora desfilaba ante nuestros asombrados ojos. Por la noche cantamos y algunos entonaron su última canción.
Aproximadamente a las 2 de la madrugada de la tercera noche tocaron a generala y a las 3 salíamos del punto de reunión. Nadie sabía nada. estábamos casi convencidos de que se trataba de un simulacro. Era una noche muy oscura. Cuando llevábamos veinte minutos caminando se nos ordenó colocarnos a un lado e inmediatamente empezaron a llegar columnas de víveres y municiones, caballería, etcétera, que ocuparon toda la calzada, hasta que finalmente se nos hizo sitio a nosotros. Al fin amaneció. Nos hallábamos bastante lejos de Lille. El ruido de los cañones era ahora más que ensordecedor. Nuestra columna avanzaba como una serpiente gigantesca. A las 9 de la mañana nos detuvimos en el parque de un castillo. Tras dos horas de descanso continuamos adelante hasta las 8 de la tarde. El regimiento se dividió en compañías, que tenían que protegerse como pudieran de los ataques de la aviación. A las 9 de la noche nos dieron el rancho.
Por desgracia, no conseguí dormir. A cuatro pasos de mi montón de paja, había un caballo muerto. Debe llevar ahí unas dos semanas. Está en estado de descomposición. A escasos metros, detrás de nosotros hay una compañía alemana que cada unos quince minutos lanza dos granadas por encima de nuestras cabezas. Se las oye silbar en el aire y luego, a lo lejos, se escuchan dos golpes sordos. Todos escuchamos con atención. Es la primera vez en nuestras vidas que oímos algo semejante. Mientras nos agrupamos, hablando en voz baja y dirigiendo nuestras miradas al firmamento, se oye un ruido en la lejanía que poco a poco va acercándose hasta que los disparos aislados de los cañones se convierten en un ruido ininterrumpido. Todos experimentamos escalofríos. Se dice que los ingleses efectúan uno de sus ataques nocturnos. La situación se calma lentamente hasta que finalmente acaba aquel ruido infernal. Sólo nuestra batería sigue disparando con intermitencias. Por la mañana descubrimos un boquete enorme causado por una granada.
(…)
Seguimos avanzando. Salto y corro con todas mis fuerzas por la pradera y los campos de nabos; salto fosos, setos de alambre y de cuerpos humanos hasta que de pronto oigo gritar delante de mí: “Aquí, aquí todos!” Ante mis ojos se extiende una larguísima trinchera; un momento más tarde estoy dentro de ella, mientras los demás saltan también por la derecha y la izquierda.
Junto a mí hay soldados de Wurtemberg y debajo varios ingleses muertos y heridos. Los wurtemburgueses han tomado al asalto la posición poco antes que nosotros. Ahora sé por qué me pareció tan blando el suelo cuando salté a la trinchera. A 240 ó 280 metros delante de nosotros quedaban todavía algunas trincheras en manos de los ingleses, y a la derecha de la carretera, también en su poder. Una lluvia ininterrumpida de plomo zumbaba sobre nosotros. A las 10 empezó a atacar nuestra artillería. Las granadas caían en la trinchera inglesa que había delante de nosotros. Los soldados salían como hormigas. Entonces, nos llegó a nosotros el instante de atacar.
Nos lanzamos a toda velocidad a través del campo y tras una sangrienta lucha cuerpo a cuerpo conseguimos expulsar a los ingleses de sus trincheras. Muchos de ellos alzaban los brazos en señal de rendición. Todo el que no se entregaba era abatido en el acto. Así fuimos limpiando una trinchera tras otra.
(…)
Ya no quedaban oficiales y de los suboficiales sobrevivían muy pocos. Nos dispusimos a atacar y yo retrocedí para buscar refuerzos. Cuando regresé con un grupo de soldados agotados, hallé al comandante con el pecho destrozado. A su alrededor, un montón de cadáveres. Sólo quedaba con vida su ayudante. La ira hizo presa en nosotros. ‘Teniente, llévenos a luchar’, le gritamos todos. Nos adentramos en el bosque para avanzar. Cuatro veces salimos a la carretera y otras tantas nos vimos obligados a retroceder. De mi grupo sólo quedábamos con vida otro muchacho y yo. El también cayó. Una bala me arrancó la manga derecha de la guerrera, pero milagrosamente salí ileso del ataque. A las 2 hicimos el quinto intento y en esta ocasión logramos tomar el dinero del bosque y las granjas.
A las 5 de la tarde nos reagrupamos, cavamos una trinchera a 100 metros de la carretera y nos metimos dentro. Durante 3 días luchamos en esta posición hasta que al fin conseguimos expulsar a los ingleses. Al cuarto día por la tarde regresamos a [sigue un nombre ilegible] y allí nos dimos cuenta de nuestras pérdidas. En 4 días, nuestro Regimiento había quedado reducido de 3 mil 500 hombres a sólo 600. Sólo había tres oficiales vivos. Hubo que suprimir cuatro compañías. Pero todos estábamos satisfechos por haber expulsado a los ingleses. Desde entonces, siempre nos hallamos en primera línea de combate. El comandante de nuestro Regimiento, teniente coronel Engelhardt, me propuso la primera vez para la Cruz de Hierro en Messines y la segunda en Wytschete; en esta ocasión junto con…otros. El 2 de diciembre me fue concedida finalmente esta condecoración.
Actualmente soy enlace de combate. La suciedad es menor, pero mayor el peligro. El día que atacamos por primera vez Wytschete cayeron tres de nuestros ocho hombres, y uno resultó gravemente herido. Los cuatro que sobrevivimos y el herido fuimos condecorados. La distinción sirvió para salvarnos la vida. Cuando estábamos discutiendo la lista de los propuestos para la Cruz, entraron en la tienda cuatro capitanes. Como no había bastante para todos, los cuatro salimos fuera. No llevábamos cinco minutos en el exterior, cuando estalló una granada en la tienda, hiriendo gravemente al teniente coronel Engelhardt y matando o hiriendo al resto de la Plana Mayor. Fue el momento más terrible de mi vida. Todos idolatrábamos al teniente coronel Engelhardt.
Por desgracia, he de poner punto final a esta carta, rogándole que disculpe mi mala letra. Ahora estoy muy nervioso. Día tras días estamos sometidos a un intenso fuego de artillería desde las 8 de la mañana hasta las 5 de la tarde. Quiero agradecerle a usted y a su estimada esposa los dos paquetes que tuvieron la amabilidad de enviarme. Pienso en Münich con mucha frecuencia y cada uno de nosotros estamos ansiando que el conflicto tenga una pronta terminación, cueste lo que cueste, para que los que tengan la suerte de regresar a su patria la hallen libre de elementos extranjeros, pues para eso se han vertido tantísimos litros de sangre y han sacrificado su vida tantos patriotas. Nuestro deseo es terminar con todos los enemigos, no sólo con lo que atacan Alemania desde fuera, sino también con los que destruyen nuestro internacionalismo interior. Esto tendría mucho más valor que conquistar grandes extensiones de terreno. Con Austria sucederá lo que siempre he predicho.
Dándole de nuevo las gracias, me despido respetuosamente de usted, besando la mano de su estimada madre y esposa.
Su eterno agradecido,
Adolfo Hitler”.
El hombre que soñó con el dominio total de Europa y la limpieza étnica del continente, continuó luchando por el resto de la Gran Guerra. Sin embargo, en la noche del 13 al 14 de octubre, Hitler experimentó el ataque del gas “cruz amarilla” por parte del ejército inglés, un hecho que estuvo a punto de provocarle la muerte, como al resto de su unidad. Con los ojos convertidos en ascuas, tropezando y tambaleándose entre las trincheras, Hitler logró ponerse a salvo y ser atendido. En un hospital de Pomerana, el convaleciente soldado escuchó las noticias de la revolución en Alemania, del debilitamiento de las líneas alemanas y de la pronta conclusión del conflicto.
“Y un día la catástrofe irrumpió bruscamente. Los marinos llegaron en camiones proclamando la revolución. Los cabecillas en esta lucha proclamando la revolución. Los cabecillas en esta lucha por la ‘la libertad, la belleza y la dignidad0 de la existencia de nuestro pueblo, eran unos cuantos mozalbetes judíos. ¡Ni uno sólo había estado en línea de fuego!”.
Conforme el dolor del gas desapareció, la salud de Hitler mejoró en gran medida. Con la esperanza de recuperar la vista y por ende, considerarse apto para ejercer alguna profesión en el futuro, Alemania firmó el armisticio .
Fuente: Hitler. Editors. S.A. Barcelona, España.