La historia del equipo más racista de la NFL

Nadie es ajeno a la NFL. Desde el instante en que inicia la temporada, una tormenta mediática aparece en torno al deporte más popular de los Estados Unidos. La opinomanía se equipa con casco, hombreras y jersey, lista para formar parte del fenómeno que tiene altas y bajas hasta llegar a su pico en los

La historia del equipo más racista de la NFL

Nadie es ajeno a la NFL. Desde el instante en que inicia la temporada, una tormenta mediática aparece en torno al deporte más popular de los Estados Unidos. La opinomanía se equipa con casco, hombreras y jersey, lista para formar parte del fenómeno que tiene altas y bajas hasta llegar a su pico en los playoffs y el Super Sunday: desde los análisis concienzudos y datos duros, pasando por la crítica al espectáculo del medio tiempo, hasta el total rechazo absoluto al gran juego, millones de aficionados –y otros no tanto– y críticos de todo el mundo encuentran la forma de participar en la parafernalia propia del football; sin embargo, no siempre fue así.

Estableciendo la barrera racial

El fútbol americano profesional luchó durante décadas para consolidarse como un deporte tradicional dentro del gusto del público estadounidense. A inicios de los 20, los pequeños equipos que aspiraban a crear una liga en forma sucumbían ante la popularidad del boxeo y el béisbol, que para entonces contaba con una liga con 14 equipos en franco crecimiento.

A pesar de la popularidad del deporte del diamante y sus orígenes mestizos, una barrera racial dividía a los jugadores blancos de los negros. Las Negro Leagues que operaron hasta los 60, formadas por jugadores afroamericanos excluidos de las Grandes Ligas, fueron el mejor reflejo de la férrea segregación racial presente en todos los ámbitos y el deporte no era ninguna excepción. Los propietarios de los equipos del primer intento de NFL, la American Professional Football Association (APFA) decidieron obviar esta medida, no por compartir un ideal común de igualdad y no discriminación, sino para completar la plantilla de sus equipos y contribuir a la popularización del football.

Durante trece años, la escueta y desorganizada temporada de fútbol americano contó con una presencia –aunque minoritaria– de jugadores de raza negra. Sin embargo, después del primer campeonato nacional de la recién creada NFL celebrado en 1933, la presencia afroamericana disminuyó rápidamente hasta desaparecer por completo. Equipos tan populares como los Pittsburgh Pirates (que habrían de transformarse en Steelers siete años más tarde), los Chicago Bears y los Washington Redskins desecharon sutilmente a cada uno de los jugadores negros que conformaban su plantilla sin ninguna explicación de por medio.

Los rumores crecieron conforme la liga ganaba reputación y tomaba el mismo absurdo camino de indiferencia que el béisbol. A pesar de que los dueños de los clubes aseguraban que no existía un acuerdo racista de por medio, años más tarde salió a la luz la verdadera historia: la influencia de George Preston Marshall, dueño de los Washington Redskins, convenció a los demás equipos de expulsar a los jugadores de raza negra.

“Nadie quiere ver jugar a los negros”

Marshall fue un hombre adinerado desde la cuna y como tal, la influencia y el poder de su apellido llegó a sus manos en forma de una franquicia de NFL. En 1932, la incipiente liga aceptó su iniciativa para gestionar a un equipo, los Boston Braves, que habrían de sufrir cambios tanto en su nombre como en su localidad a lo largo de cinco años hasta convertirse en los Washington Redskins de la actualidad. El polémico mote, que hace referencia a los nativos americanos y ha estado envuelto en un sinfín de discusiones sobre lo ofensivo que puede resultar para los primeros pobladores, no fue elegido en su honor, sino por motivos de comercialización y explotación de la marca. 

Marshall era un férreo defensor del racismo. Se trata de un caso particular en la historia de la discriminación racial, pues el empresario nunca utilizó elementos genéticos o de superioridad para desprestigiar a los jugadores afroamericanos directamente: al dueño de los Redskins simplemente le bastaba con expresar con descaro que el público prefería “ver jugadores blancos, pues rechazarían al equipo si hubiera algún negro”.

La ironía del apelativo del equipo se puso en marcha durante casi tres décadas, en las que Marshall se aseguró de alejar a cada jugador talentoso de raza afroamericana de la órbita de los pieles rojas. Los Redskins saltaban al campo con un escudo, uniforme y parafernalia relacionada con los nativos americanos y al mismo tiempo, excluían a un componente social igual de valioso que los nativos americanos y toda clase de inmigrantes que forjaron a los Estados Unidos.

Doug Williams y el peso de la historia

Después de que la situación se hiciera intolerable y los demás equipos terminaran por aceptar a los jugadores negros en 1946 con la incorporación de Kenny Washington y Woody Strode a Los Angeles Rams, la política de segregación y odio racial de Marshall se alargó por 16 años más ante la incredulidad de un país que se desarrollaba a pasos agigantados. Desde ese momento, la ironía de la historia pareció cobrar factura contra el equipo de Marshall: de 1946 a 1968, el club sólo tuvo tres temporadas con marca ganadora.

Finalmente y con la presión de la prensa nacional y el gobierno de los Estados Unidos encima, Marshall enfrentó un ultimátum que lo obligaba a fichar jugadores afroamericanos para mantener la franquicia en sus manos. En 1962 abrió las puertas del club a regañadientes al talento afroamericano, mientras los últimos siete años de su vida se consumían por un daño cerebral irreversible. 

Veinte años después de su muerte, la historia volvió a posarse frente a los restos del pensamiento de Marshall en un hecho sin precedentes.

Después de una temporada de altibajos y lesiones, el quarterback titular de Washington, Jay Schroeder, cedió su lugar definitivamente a Doug Williams en el último juego de temporada regular. Tres años atrás, Williams había sido desechado por los Tampa Bay Buccaneers y después de jugar durante dos temporadas en ligas menores de fútbol americano, fue fichado como suplente de Schroeder. A pesar de que sus estadísticas de la temporada anterior no fueron nada alentadoras (un solo pase lanzado que fue incompleto), el coach Joe Gibbs le dio la confianza y el hombro fracturado de Schroeder la oportunidad de hacer historia.

Con nulas credenciales, Williams superó con creces las expectativas de propios y extraños. Snap tras snap, Doug llenaba de confianza a una línea ofensiva venida a menos desde la lesión de Schroeder que sufría para concretar su dominio en puntos. Desde aquél momento, el 17 de los pieles rojas guió a su ofensiva triunfo tras triunfo hasta la máxima cita deportiva en los Estados Unidos, después de dejar en el camino a los favoritos Minnesota Vikings en la final de la conferencia nacional.

Los Denver Broncos eran el último obstáculo para tocar el cielo del Super Bowl XXII para unos Redskins tan sorprendentes por su juego, como por alinear a un quarterback afroamericano. Antes de iniciar el gran juego, Doug Williams ya había vencido una y otra vez al racismo en su faceta deportiva, en este caso instalado en el mito de los mariscales de campo, la posición líder por antonomasia, hasta entonces propia de jugadores “blancos y con cerebro” que ahorraban el trabajo de pensar a los peones de raza negra, como solía afirmar el propio Marshall. Pero Doug no sólo ganó eso: con cuatro pases de anotación y un juego casi perfecto, Williams pasó a la historia como el primer afroamericano en ganar un anillo de Super Bowl, dejando en el camino al histórico John Elway y de paso, convirtiéndose en el jugador más valioso de aquél encuentro.

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Referencias:

New York Review of Books

The New York Times

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