“Nunca volveré a hablar con Dios”.
– Sylvia Plath
Un hombre dirigió a Sylvia hacia una habitación aislada, en medio de una fiesta se perdieron en la intimidad de lo oscuro, él la besó violentamente, le arrancó la cinta del cabello, tiró sus pendientes en medio de la agitación y la sostuvo con fuerza.
Ella, con seguridad inquebrantable y furia, le mordió la mejilla y obligó a que salieran del lugar. Mientras caminaban, la gente observaba cómo del rostro de este hombre emanaba sangre.
La pareja de la que hablamos es justamente la de Ted Hughes y la señorita Plath; la noche que se describe es aquella cuando la poeta cayó enamorada en los brazos de ese hombre que, si bien no la obligó a ir con él, la sedujo hasta las puertas del infierno.
Ted, monstruo brillante de la literatura inglesa, es hasta hoy reconocido por ser el culpable de una de las muertes más desoladoras en el mundo de las letras, la de esa joven promesa con cabellera rubia, ojos juguetones y que respondía al nombre de Sylvia. Ella perdida y en la confusión del romance, entregada a las tinieblas de algo que no comprendía, rebeldemente sumisa ante una figura masculina que le acechaba desde el fallecimiento de su padre, creyó encontrar al hombre más fuerte del mundo.
Sylvia tenía a su Adán. A su contraparte con voz de trueno. A su sexo faltante y lleno de salud, vitalidad y regocijo.
Sylvia tenía a su demoledor; a su tótem viril que gustaba de la bebida y las entrepiernas femeninas.
Sylvia se casó con la bestia que terminaría por asesinarla.
No podemos negar que entre ellos había amor, que la presencia de Plath en la vida de Hughes significó una conexión con el mundo. Él la quería y sabía que su existencia junto a Sylvia había alcanzado niveles de encuentro y creatividad que jamás hubieran llegado por sí solos. Que Ted fuera un imbécil es cosa distinta. Los enfermos –porque quienes no saben respetar el regalo de un corazón, son unos leprosos– también aman; simplemente que su descomposición no les permite acercarse a los demás y he allí el problema.
Sylvia Plath, escritora, madre y espíritu revolucionario, nunca se imaginó a la sombra de nadie. Pero, ¿qué estaba sucediendo? ¿Acaso era presa de una sociedad conservadora donde la mujer, por muy brillante que fuese, debía sucumbir al hogar?
Ella amaba con toda su alma a la hija que tuvo con Hughes, amaba incendiariamente a ese prodigio también, pero nada podía calmar esa insatisfacción artística que sentía y la inseguridad emocional que Ted le infundaba.
Plath vivía de celos. Frente a la mirada de sus últimos días desfilaron Brenda Hedden, Susan Alliston, Carol Orchard y Assia Wevill; siendo esta última el principio del fin.
Plath intentó irse. En vez de enviar una nota suicida, como se piensa, le hizo llegar a Ted una carta explicándole su partida a París. No lo logró, obviamente.
Plath no podía más. Estaba vacía. Seca de tanto llorar, de tanto desesperar.
La poeta de desesperada expresión, habiendo quemado el último manuscrito que tan amorosamente había dedicado a su marido, habiéndole preparado el desayuno a sus hijos, no pudiendo huir a Francia por intervención del mismo Ted, decidió una mañana de febrero de 1963 volver a la cocina, tapar los resquicios de la habitación, meter la cabeza en el horno y abrir la llave del gas. Sylvia Plath murió en un inframundo sin llamas.
¿Quién terminaría heredando entonces el peso del literato mujeriego y los fantasmas que le acompañasen? Wevill, por supuesto. La amante que mejor fue descubierta por Sylvia. La también poeta que cargaría con ese faro de la poesía británica y que es considerado uno de los mejores escritores de la segunda mitad del siglo XX.
Esa otra mujer, Assia, quien tampoco soportó la fiera convivencia del demonio de las letras.
Assia, la poco conocida, la prácticamente nunca pronunciada por Ted. La mujer que pensó saldría bien librada al enamorarse de un hombre así.
Assia, la poeta no celebrada y sin rastro que se entregó a la pasión de un hombre sin sentido.
Wevill decidió poner fin a su vida seis años después del suicidio de Sylvia; la diferencia fue que ella no decidió frenar su respiración a solas. Tomó a la hija que tuvo con Hughes, arrastró un colchón a la cocina, pensó en toda la infelicidad que le traía ese hombre a sus días, recordó a Plath como ese titán intelectual que nunca la dejaría descansar, repasó los días en que tuvo que soportar al circulo intelectual ser hostil con ella, contó los días en que se tuvo que opacar junto a Ted en mil situaciones de desprecio, abrió la llave del gas justo como su antecesora y dio paso al fin.
Ted murió en 1998. Año en el que publicó “Cartas de cumpleaños”, su último trabajo poético donde explora sus complejas relaciones matrimoniales, a la cercanía de la muerte con su vida y otros pasajes tortuosos.
Aunque su legado es innegable, el poeta partió de este mundo acompañado por el desprestigio de una pasión desmedida y una indiferencia mortal.
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