A sólo once kilómetros de la paradisíaca costa de la Guyana Francesa, bordeada por una densa vegetación y clima selvático, se levanta un archipiélago de tres islas entre aguas semivírgenes de un azul impío. Se trata de las Islas de la Salvación, territorios conquistados por Francia cuando la invasión de América. A lo lejos, las palmeras se agitan con el viento mientras las olas rompen intempestivamente en el lado más accidentado y periférico del conjunto, mientras la porción de tierra más al Norte, mejor conocida como Isla del Diablo, guarda en su interior los secretos más oscuros de un sitio que remite a su propio nombre.
Durante la Segunda República Francesa, Napoleón III instituyó cambios en la dirección de la posesión ultramarina, entre ellos la creación de un complejo penitenciario en la Isla Diablo, una especie de colonia penal que sirviera para desaparecer a todo aquel que resultara incómodo para el poder napoleónico, además de grandes criminales y personas con trastornos psiquiátricos. Desde la creación de las instalaciones carcelarias en 1852, se calcula que la Isla llegó a albergar a más de 90 mil prisioneros tras muros de agua, una cifra inaudita tratándose de un espacio de menos de 14 hectáreas.
Los once kilómetros que separan a la Isla Diablo del territorio continental no parecen ser una distancia definitiva para olvidarse del sueño de la libertad y volver a tierra firme; sin embargo, el clima y la localización geográfica en el Atlántico hacen del archipiélago un santuario natural para tiburones, alimentados por mitos de fugitivos que encontraron la muerte a unos cuantos kilómetros de la vida fuera de cautiverio.
Debido al extremo calor y lo largo de los viajes ultramarinos entre Francia y la isla, quienes cuidaban de la seguridad de la prisión también entraron a una dinámica carcelaria y constantemente desquitaban su frustración con los prisioneros. Los trabajos forzados de sol a sol eran una actividad privilegiada entre los presos, pues la mayoría se mantenían hacinados alrededor de enormes muros, donde la dureza del clima creaba un escenario de muerte: las altas temperaturas, además de la filtración del agua entre las celdas, propiciaban un aumento de las enfermedades causadas por insectos tropicales, que eran algo rutinario.
En las celdas, decenas de prisioneros se apilaban uno sobre otro en un intento vano por aferrarse a la vida, mientras algunos yacían muertos por inanición o deliraban por las intensas fiebres de las enfermedades de la región. Llegó un momento en que la Isla tenía más personas vivas que muertas, pues el territorio ocupado para enterrar cadáveres era mucho mayor que el complejo de la prisión.
“Los presos políticos eran los ocupantes más frecuentes de este sitio, donde la humedad permeaba entre las paredes y pudría de a poco las paredes y los cuerpos en total oscuridad, en encierros que se prolongaban de cinco meses hasta seis años”.
Uno de los castigos preferidos en la Isla Diablo era la reclusión en un cuarto sin ventanas, donde no había ningún resquicio para respirar el aire fresco o permitir la entrada de luz solar. Los presos políticos eran los ocupantes más frecuentes de este sitio, donde la humedad permeaba entre las paredes y pudría de a poco las paredes y los cuerpos en total oscuridad, en encierros que se prolongaban de cinco meses hasta seis años. Para evitar que el prisionero muriera, se le mantenía con el mínimo de pan mojado hasta que terminaba su sentencia, entonces se abría la puerta y en la mayoría de los casos, se encontraba en un estado demencial o se quedaba ciego ipso facto al volver a mirar la luz del sol.
Los mitos de las terribles formas de morir entre los consignados se popularizaron y recorrieron con escalofrío la sociedad francesa y la creciente nación francoguayanesa, que encontraba en sus costas restos humanos de prisioneros que prefirieron tirarse al mar y ser devorados que seguir aguantando las torturas, o quienes se aventuraban a escapar y corrían con el mismo destino.
Finalmente y gracias al escándalo de la crueldad con que eran tratados los habitantes, Francia cedió frente a la presión y en 1938, un decreto impidió el transporte de prisioneros a colonias penales, pero el desalojo fue parcial, interrumpido por la Segunda Guerra Mundial. Fue hasta 1953 que la prisión se cerró definitivamente. Doce años más tarde, las playas que veían hacia la Isla se convirtieron en una base de la agencia espacial francesa y el sitio es un destino turístico para más de 50 mil viajeros anuales, que recorren los vestigios de un sitio donde la crueldad y el horror humano crecieron junto con la implacable vegetación que ahora domina los muros y las ventanas podridas.
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