Cuando Vincent van Gogh empezó a pintar en la tercera década de su vida, sin preparación académica alguna pero con muchas cosas que decir, su pintura se impregnó de una vibrante personalidad y es por eso que se pueden aprecian temas clásicos como el autorretrato, la naturaleza muerta y el paisaje desde una nueva perspectiva.
La intensa vida mental del artista neerlandés, que lo condujo al borde de la locura, dejó una huella sobre el lienzo. Su manera de pintar, y no sólo el motivo, era parte del mensaje que deseaba transmitir a los espectadores. En las distorsiones de su obra se adivina la influencia que su trabajo ejerció en uno de los movimientos de vanguardia más importantes del siglo XX, el Expresionismo Alemán..
Otto Dix, integrante de dicho movimiento, muestra en su obra gráfica: la guerra, un horror grotesco manifestado en los trazos irregulares, estridentes y profundos. Pintar la guerra, otrora significaba la representación de escenas cruciales de una batalla para glorificar al ganador. Pero es hasta Goya que los estragos dejados por enfrentamientos humanos comienzan a hacerse presentes como temas en el arte.
En la obra El tres de mayo de 1808, el espectador es testigo de un fusilamiento que quizá podría observarse desde atrás de una roca. La obra de Goya y de Dix, tuvieron la guerra como motivo pictórico en algún periodo de su carrera; sin embargo, aunque el fondo es el mismo, el impacto difiere por la manera en que cada artista ejecuta la técnica en su trabajo.
La memoria de Dix en sus días de trincheras dejó la serie de grabados La Guerra, ésta estremece con los fantasmas de un excombatiente de la Primera Guerra Mundial. Cuerpos desmembrados, atardeceres en los que el Sol se despide de cuerpos inertes; gusanos que exploran despojos y soldados que yacen sobre el suelo, fieles hasta el fin a su uniforme. Esto es parte del universo bélico representado por el artista.
Una obra de la serie resulta especialmente perturbadora. Encuentro nocturno con un loco, enfrenta al espectador con un rostro que se insinúa humano entre los turbulentos trazos. La sonrisa sugerida en aquella vorágine profunda y los desorbitados ojos dan cuenta del desequilibrio del personaje que deja atrás las ruinas de una ciudad, los escombros de un recuerdo sólo evidente para quien la mira, pues el sujeto del cuadro está ya en otra cosa.
La locura en esta obra no requiere de camisas de fuerza ni de paredes blancas, le es suficiente con la oscuridad ubicada en el sitio físico donde residen los pensamientos. Ahí se encuentra toda la fuerza del expresionismo, en la representación asistida por la fuerza de un trazo. El sujeto atraviesa un puente, deja atrás una realidad brutal que lo ha empujado del otro lado de la razón.