Una vez durante la adolescencia comencé a percibir que muchos de mis allegados cada día explotaban sus sentidos a partir de la liberación sexual; quizá por tendencia o un simple acto de interacción me di cuenta que la comunidad LGTTTI crecía –aún ni sabía lo que significaban las siglas–. Dos hombres tomándose de la mano y mujeres besándose son escenarios que explotan las mentes de los puristas tradicionales, sin embargo, me tocó estar rodeado de un círculo comprensivo en pro de la libertad tanto física como mental. No fue hasta escuchar a un fanático religioso cuando puse atención en las leyes eclesiásticas que tildaban a estas acciones de amor y juegos románticos como antinaturales, vulgares e incluso criminales.
Fortuna, es el término correcto que obtuve a diferencia de otras personas, pero aquellos jóvenes que se atrevían a salir del clóset debían enfrentar el acoso y señalamiento de ideas absurdas y represivas; juicios a los que quizá una sociedad no estaba preparada. Nací en la “tierra de la normalidad”, pero mis amigos gays cada día sufrían el distanciamiento del suelo, los excluían o el bullying los mataba lentamente.
Hoy, el romance entre personas del mismo sexo juega entre ideas opuestas y a favor, algunos respetan y se alejan u otros conviven sin barreras, como la naturalidad de las cosas lo dicte, pero no siempre fue así. En el pasado hubo personajes que desearían haber visto la evolución y progreso de la libertad sexual, pues fueron llevados al límite luchando incansablemente para lograr consumar una caricia, un beso, un abrazo, un amor prohibido.
Elisa era el nombre de la mujer que se disfrazó de hombre para casarse, pero el hecho no se quedó en un simple acto de fe, sino que además retó a la Iglesia católica española y sus estatutos con el objetivo de conservar el honor de su amada. Y por otro lado, tal matrimonio era juzgado y visto ante la prensa como un acto de osadía, vil y asqueroso, pues había sido la única ocasión en la que dos lesbianas se unían en matrimonio ante un altar religioso.
Elisa –Mario– y Marcela se conocieron en el año de 1880 en la comunidad española de Galicia; la primera era una huérfana de su padre y la segunda, parte de una familia burguesa, ambas estudiaron en la Escuela Normal Superior de Maestras y se enamoraron. Claro está que la familia de Marcela no aprobaba la relación “demasiado amistosa” de las dos, así que la enviaron a Madrid para impedir que se frecuentaran; sin embargo, cuatro meses después se reencontraron en la ciudad gallega.
Una familia madrileña acogió a las dos por una década antes de llegaran al altar, pues no representaba ningún problema para la sociedad que dos maestras compartieran hogar –los salarios eran pésimos–, incluso los dueños creían que era propicio tener a dos mujeres en casa, pues para ellos significaba aumentar la posibilidad de una buena educación para sus hijos.
Hay que recordar que todo esto se desarrollaba en una sociedad española llena de prejuicios en donde los propios sacerdotes recibían órdenes de delatar a todo aquél que hubiese usado el confesionario para expresar ideales que no compaginaban con la Iglesia católica. Y aunque se podría pensar que Elisa y Marcela tuvieron la oportunidad de vivir en secreto, la premisa no fue convincente para las dos y menos cuando una de ellas afrontaba un embarazo.
Marcela estaba embarazada, pero el hombre que implantó su semilla desapareció; fue en ese momento cuando Elisa tenía una sola misión: salvar el honor de su amada. Por eso tomaron la decisión de casarse ante las exigencias de la Iglesia, la última se convirtió en Mario y se creó una vida completamente falsa, compró trajes de calidad y en 1901 las dos mujeres emprendieron algo histórico e irrepetible, se convertirían en heroínas de por vida, símbolos del feminismo mundial.
Aún así, el destino quiso que alguien las delatara, oculto bajo el umbral del anonimato, aquél que las delató propició que las persiguieran y a Elisa la desterraran de A Coruña, pues según las entidades eclesiásticas, Marcela había sido víctima de una influencia maligna. Los diarios al día siguiente agotaron su tiraje y el titular de “Matrimonio sin hombre” de El Suceso Ilustrado marcaba que dos mujeres se atrevían a estar juntas y además, la ausencia de una figura masculina tapaba un hecho con otro, es decir, el debate no era el lesbianismo, sino que las mujeres no tenían el poder de unirse, signos de machismo que provocaron el acoso de Elisa de por vida.
A veces a las heroínas no se les reconoce hasta que pasa un largo tiempo, las mujeres del pasado tuvieron que acostumbrarse a una especie de oscurantismo machista, pocas fueron quienes alcanzaron la gloria y otras perecieron antes de poder observar las ofrendas de equidad y aceptación sexual que hoy muchos países llevan a cabo. En el pasado una mujer llegó al extremo de querer sacrificar su identidad femenina por el romance y como dice el escritor Manuel Rivas: “Su coraje sólo se explica por un amor que va más allá de la pulsión del deseo. Esa firmeza hace que sea histórico y las sitúe muy por delante de su tiempo”.