La razón debe conocer la razón del corazón y todas las demás razones.
Leonora Carrington
Leonora Carrington dibujó magia del inconsciente para teñir con pinceladas mundos alternos, donde se confabula la astrología y el espiritismo. Chispas creativas nacen del proceso cognitivo para después convertir lo inmaterial en obra de arte. La vida de la pintora fue un ciclón de sueños, pero también de pesadillas que le provocaron estados de delirio a causa de la guerra.
Leonora nació en Lancashire, Inglaterra, en 1917, su padre fue Harold Wilde Carrington, un exitoso magnate textil pero sombra ausente en la infancia de la pintora. Años más tarde, su madre la envío a un colegio para monjas, pero fue expulsada por su comportamiento rebelde, pues odiaba los protocolos religiosos, las banalidades materialistas y las falsas apariencias comunes en su entorno social. Durante su adolescencia renunció a su vida burguesa para embarcarse al ámbito artístico, lo que provocó el rechazo de su familia.
“No tuve tiempo de ser la musa de nadie… Estaba demasiado ocupada rebelándome contra mi familia y aprendiendo a ser una artista”.
En 1937 Carrington conoció a Max Ernst, de 47 años, él la sumergió en el surrealismo y juntos vivieron en París pese al desacuerdo de la familia de la pintora, ya que Ernst estaba casado. Ambos artistas fueron colaboradores activos del Freier Künstlerbund, movimiento antifascista. En 1939 Max fue declarado enemigo del régimen Vychi y fue llevado al campo de concentración de Les Milles. Carrington se refugió en España, pero el golpe la derrumbó y la trasladó a las puertas del infierno: el manicomio de Santander. Un año después escapó del manicomio y buscó ayuda en la embajada mexicana, donde conoció al escritor mexicano Renato Leduc, quien la protegió y la ayudó a emigrar. En 1942 contrajo nupcias con Leduc pero el matrimonio se disolvió al año siguiente.
En México, Carrington se sintió arropada por sus colegas y amigos, entre los que destacan: Remedios Varo, Benjamin Péret, André Breton, Luis Buñuel, Alice Rahon y la fotógrafa húngara Kati Horna, quien en 1944 le presentó a Emérico Weisz; Leonora procreó dos hijos con él y permaneció junto a su lado hasta el día de su muerte, en 2007.
Su obra pictórica delinea a seres fantásticos, animales con miradas encantadas, universos oscuros y míticos en los que prevalecen los ritos celtas, la psicología junguiana, la alquimia y el budismo.
Las imágenes manifiestan inquietud por la vigilia, el sueño, la muerte, los viajes astrales y la vida. Leonora invoca los colores ocres, verdosos y sepias; en ellos revuelve parte de sus instintos femeninos, y rostros enigmáticos inhalan energía cósmica. Pero Leonora no se conformó con la pintura, también hechizó las letras, y en 1938 publicó La casa del miedo, en 1939 La dama oval, libro de cinco relatos en los que hace una crítica severa al conservadurismo inglés, y años más tarde, La invención del mole (1960) y La trompeta acústica (1976), entre otros.
“Podrás no creer en la magia pero algo muy extraño está pasando justo en este momento. Tu cabeza se ha disuelto en aire ligero y puedo ver los rododendros cruzando tu estómago. No es que estés muerta o nada tan dramático, es simplemente que te estás desvaneciendo y ya ni siquiera puedo recordar tu nombre”.
Leonora Carrington, La trompeta acústica.
Leonora pintó sus fantasmas, pero nunca se declaró una mujer fatalista, todo lo contrario: amaba vivir, pero la vida, con los años, le arrebató paulatinamente a los seres que amó; temía a la muerte, quizá porque creía que al entrar a la habitación del sueño eterno jamás volvería a percibir la luz, los colores, los pinceles. La artista de 94 años se convirtió en figura etérea el 25 de mayo de 2011, para fundirse en sus cuadros y vagar en su universo imaginario, entre astros y estrellas.
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