“Preferiría no hacerlo”.
Es el estribillo del misterioso y elusivo personaje de Herman Melville confinado en una oficina sin hacer nada. Bartleby es posiblemente el emblema de la literatura del vacío, caracterizada por la negativa y la interrupción, la inexistencia, la borradura y el silencio. Patricio Pron explica en su ensayo “El libro tachado” (2014), que es una literatura pensada en términos de lo que no desea ser y no se le deja ser; que se perdió, que es perseguida, censurada, desaparecida –real y metafóricamente–, destruida por el fuego o el olvido; incluso, nunca realizada.
En este catálogo de la literatura que no es, hay un apartado para los libros que se quemaron. Desde los textos que se perdieron al desaparecer la Biblioteca de Alejandría, pasando por los volúmenes exterminados por la Inquisición Española, hasta llegar al bombardeo deliberado de la biblioteca nacional de Yugoslavia en los 90.
En ese apartado de destrucción ígnea, existe un importante sub-apartado para los libros que los nazis quemaron durante su régimen.
Fernando Báez explica en su ya clásica “Historia universal de la destrucción de los libros” (2004) que la creación de libros y otros objetos para perpetuar la escritura, ha ido acompañada –desde los más remotos tiempos– de la destrucción de los mismos. Infiere que el ascenso e instauración de una nueva cultura sobre otra, lleva consigo la devastación parcial o total de la dominada.
La quema de libros no sólo es un proceso simbólico de la destrucción del pasado del otro, sino que tiene efectos físicos. Escribe Fernando Báez: “La razón del uso del fuego es evidente: reduce el espíritu de una obra a materia. Si se quema a un hombre, se reduce a sus cuatro elementos principales; si se quema el papel la racionalidad intemporal deja de ser racionalidad para convertirse en cenizas. Resta un detalle visual. Quien haya visto algo quemado, reconoce el innegable color negro. Lo claro se torna oscuro”.
Ese aturdimiento de los que miraron la memoria consumirse y desaparecer, los inundó en la Plaza de la Ópera (Opernplatz) igual que en otras 21 ciudades el 10 de mayo de 1933, noche en que los nazis sacaron libros ‘prohibidos o que proclamaban ideas contra el espíritu alemán’ para eliminarlos en un acto público que marcó el destino de la nación que miraba el blanco sobre el rojo y el amarillo confundirse con los lomos y la tinta de las palabras.
Heinrich Heine escribió en 1821 como un nefasto presagio al futuro de ocupación y dominio nazi: “Allí donde queman libros, acaban quemando hombres”.
Ese día de mayo, la Unión Alemana de Estudiantes (Nationalsozialistischer Deutscher Studentenbund) entró a la biblioteca y sacó libros de escritores judíos, marxistas, pacifistas y otros opositores al régimen nacionalista que comenzaba a tener el control del país. Más de 70 mil personas congregadas fueron inmutables testigos de la quema de más de 20 mil títulos y de las palabras de uno de los líderes estudiantiles que comandaban la destrucción.
Algunos libros, sin embargo (como algunas palabras), adquieren más fuerza al ser silenciadas. Recuérdense las palabras de R. W. Emerson: “Cada libro quemado ilumina el mundo”.
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