San Martín del Tabacal, Departamento de Orán, Salta, era un ingenio azucarero instalado en Argentina en 1947, durante la presidencia de Juan Domingo Perón, quien llevaba apenas dos años al frente del país. El dueño de este ingenio era Robustiano Patrón Costas, terrateniente oligarca y empresario del azúcar, que tenía bajo su yugo a unos mil miembros del grupo aborigen de los pilagá. Cansados por las injusticias que se vivían dentro de las instalaciones de este lugar, las condiciones de esclavitud del trabajo, la alta mortandad provocada por la mala alimentación que generaba enfermedades y una paga atrasada, los pilagá decidieron fugarse y regresar a su lugar de origen. Patrón Costas se había negado a dialogar con ellos para responder acerca de los atrasos en los pagos.
En octubre de 1947, la vuelta a casa de los indígenas tuvo que hacerse a pie bajo condiciones de hambre, sed y descobijo. Durante el trayecto hicieron un alto en un paraje conocido como La Bomba, a escasos kilómetros de Las Lomitas, en el entonces Territorio Nacional de Formosa. Su objetivo era conocer al sanador Tonkiet, quien atendía sin cobrar a todo aquel que solicitara su ayuda. Este personaje era un líder religioso y político que llevo a cabo una fusión entre el cristianismo evangélico y las tradiciones de los pilagá. La Bomba era su centro de atención y debate.
La sede 18 de Gendarmería Nacional se hallaba también muy cerca de este sitio. Aprovechando esta situación, algunos líderes pilagá como Nola Lagadick, Paulo Navarro (Pablito, Oñedié) y Luciano Córdoba (Tonkiet) piden ayuda al comandante Emilio Fernández Castellanos y a la Comisión de Fomento de Las Lomitas. El gobierno de Juan Domingo Perón accede a enviar algunos víveres a través del Ferrocarril General Belgrano. El cargamento llegó a Formosa la primera quince de septiembre, pero es enviado hasta los primeros días de octubre a Las Lomitas. Para ese momento, la carga iba reducida y varios de los alimentos estaban echados a perder, lo que provocó que muchos pilagá sufrieran graves intoxicaciones (algunas mortales).
La población blanca que vivía cerca de La Bomba comenzó a quejarse con la Gendarmería Nacional ante la música que surgía del asentamiento pilagás, donde éstos llevaban a cabo sus cantos y rituales. Había miedo hacia los que eran vistos como intrusos, indeseables y peligrosos. La población temía un ataque de los pilagás. Llevados por su ánimo racista, miembros de la Gendarmería Nacional comenzaron a obligar a los indigenas a retirarse del lugar y dirigirse a las reducciones Indígenas de Bartolomé de las Casas y Francisco Muñiz. Pero los aborígenes sabían que se estaba cometiendo una injusticia con ellos y decidieron negarse a la petición forzada de los soldados. Al toparse ante la barrera de los líderes y caciques, la Gendarmería Nacional inició la furiosa represión sistemática de los pilagás a lo largo de 20 días ininterrumpidos.
La estrategia fue letal: cercaron gran parte de las inmediaciones de La Bomba y desde los montes dispararon a los indígenas con ametralladoras Colt, las cuales despedían 500 balas por minuto, asesinando a cerca de 300 o más de ellos. El Comandante Mayor Teófilo Ramón Cruz, relata algunos de los hechos de la siguiente manera:
«pensando que al llegar la noche atacarían avanzando sobre Las Lomitas, efectuamos tiros al aire desde todos lados para dispersarlos. El tableteo de la ametralladora, en la oscuridad, debemos recordarlo, impresiona bastante. Muchos huyeron escondiéndose en el monte, al que obviamente conocían palmo a palmo…»
Desde la capital argentina, Buenos Aires, se enviaron aviones de la Fuerza Aérea para localizar por aire a los escondidos. El problema se calificó como asunto de Estado. La nación pilagá fue arrasada, los ancianos fueron eliminados con ráfagas letales, las mujeres y niñas fueron violadas, incluso muchos niños murieron a manos de los represores de un pueblo que lo único que quería era sobrevivir sin causar daño a nadie. Los cuerpos no fueron sepultados, sino incinerados. Los que fueron capturados, muchos de ellos en la frontera con Paraguay, fueron llevados a las reducciones.
Los pilagá que lograron escapar fueron perseguidos durante días y noches enteros hasta dar con ellos y fusilarlos. «Los ancianos que sobrevivieron a la masacre de La Bomba transmitieron la historia a hijos y nietos, y los detalles de lo que sucedió permanecieron en la memoria durante muchos años, hasta que decidieron contarla a los “blancos”. Sin embargo las cosas habían sucedido de otra manera y había una trama muy compleja que tenía que ver con un proceso genocida aún muy poco debatido», relata Valeria Mapelman, investigadora y autora del libro Pilagá, memorias y archivos de la masacre de La Bomba.
Esta historia por desgracia, no se conoció durante su momento. El gobierno omitió todo detalle, guardó el secreto y contó con un sector de la prensa que estaba coludida con Perón y los suyos. Los miembros de la Gendarmería no fueron castigados, incluso varios de ellos recibieron reconocimientos como el caso de Santos Costas, felicitado y ascendido por Orden 2 mil 595 del director de Gendarmería Nacional, como si se tratara de un héroe nacional que se hubiera desecho de un enemigo peligroso. Humberto Sosa Molina, Ministro de Guerra y Marina, quien dirigió los escuadrones de Formosa y los aviones de la Fuerza Aérea, también salió libre sin pena alguna.
Valeria Mapelman menciona en entrevista para el diario Clarín:
«Tanto los periódicos como la documentación oficial justificaron la masacre del 47 recurriendo a la vieja historia del “malón indio”, estigmatizando a las víctimas y colaborando con el silencio que cubrió este hecho durante tantos años. La masacre no se investigó y los responsables, que van desde los comandantes del escuadrón hasta los Ministros de Guerra y Marina, y del Interior jamás dieron explicaciones y, lógicamente, nunca fueron juzgados».
Mapelman es responsable no sólo del libro ya mencionado, sino de un material audiovisual que cuenta la injusticia cometida contra los pilagá: Octubre Pilagá, relatos sobre el silencio (2010). En este trabajo muchos de los sobrevivientes han prestado su testimonio para contar la verdad. Deseosos de hablar, de transmitir la injusticia y cobardía que vivieron a manos de un gobierno represor, su historia ha salido a la luz, precedida por un acontecimiento que les permitió hacerlo; en 2005, cuando los abogados Carlos Díaz y Julio García presentaron una denuncia por los hechos ante el Juzgado Federal de Formosa pidiendo una indemnización a favor de los pilagá.
Justo cuando investigaban otra masacre ocurrida en Napalpí se dieron cuenta que había huellas de un segundo genocidio indígena, justo el que se ha relatado: «Investigando hallamos sobrevivientes. Con olvido y perdón, las heridas no se cierran –afirmó Díaz–. Encontramos un temor reverencial a causa de ese hecho que impactó en generaciones futuras de pilagá. Fue difícil que nos dieran acceso».
La injusticia no puede permanecer mucho más tiempo intacta ante este genocidio.
Los genocidios son una de las maneras más viles y cobardes de someter a un pueblo, pues generalmente se dan en condiciones de desigualdad y completo abuso de poder. Casos como éstos existen en muchos rincones del mundo, poniendo en evidencia la monstruosidad del ser humano para someter a los débiles con su abuso de poder. En la actualidad, estos sucesos siguen pasando; existe uno del que nadie habla y está por exterminar a todo un pueblo. Otros jamás fueron enseñados en la escuela y tienen que rescatarse del olvido.