William Ewart Gladstone era un gran admirador de Homero y su obra. Durante su puesto como Primer Ministro británico, llenaba su escritorio con las obras del poeta; no podía dejar de leerlo. Repasaba los libros una y otra vez, hacía anotaciones y demás; cuando sus allegados le cuestionaron sus motivos, este respondió que había hecho un descubrimiento un tanto fuera de lo normal: en la Antigüedad, el color azul era básicamente inexistente, es decir, no había un término para nombrarlo.
Gladstone concluyó que los griegos «vivían en un mundo en blanco y negro, con algunos tonos de rojo, amarillo y verde, pero tampoco eran muy relevantes, ya que Homero describía los colores de manera muy precisa. Pero el azul no aparecía en sus descripciones, ni siquiera el cielo lo era, de hecho describía este lugar como color bronce».
Su premisa inspiró al filósofo alemán Lazarus Geiger a estudiar el extraño fenómeno que no evocaba el color azul. Sorprendentemente, encontró que en el Corán, en historias chinas, en sagas nórdicas y en Vedas indias tampoco existía el color azul y había un patrón que seguía cada uno de los narradores: primero se hablaba del negro y blanco, luego del rojo sangre, más tarde el amarillo, el verde y al final un tono indescriptible: el azul.
Estas teorías y premisas quedaron al aire hasta que Jules Davidoff, director de la Universidad del Centro para Cognición, Computación y Cultura (CCCC) de la Universidad de Londres, las retomó confirmando más con lógica que con estudios certeros que el azul no es necesario, de hecho se le nombró así, pero en realidad no hay necesidad de ponerle un nombre.
Él hizo un experimento en una tribu de Namibia cuyo lenguaje no tiene una palabra que describa la tonalidad como tal, pero si hay nombres para el verde y sus tonos diversos. Les mostró algunos cuadros verdes y uno azul y los cuestionados, no lograron hallar la diferencia, sólo vieron que el azul era una tonalidad más del verde. Entonces se dio cuenta de que en aquella zona —y en gran parte del mundo— que muy pocas cosas en la naturaleza son realmente azules: algunas flores, alas de las aves, piedras preciosas y nada más…
Ante esto y con el experimento de Davidoff, Guy Deutscher realizó un nuevo estudio en el que utilizó a su pequeña hija Alma. Le enseñó todos los colores, incluido el azul. Le mostró que los árboles son verdes, las rosas son rojas y los pollos son amarillos, pero no permitió que nadie le dijera que el cielo era azul. Cuando la niña ya era lo suficientemente consciente de lo que era el color azul, le preguntó, de qué color era el cielo. Ante ello, Alma no supo qué responder y así pasó mucho tiempo hasta que llegó a la conclusión de que era color blanco, más tarde, después de ver cientos de fotos y escuchar a otros niños decir que el cielo era azul, se convenció de lo mismo.
El azul es una necesidad inventada, no es que exista por sí sólo. Jules Davidoff asegura que «Entre más avanzan tecnológicamente las sociedades, más se desarrolla la gama de nombres de los colores […] Con más capacidad de manipular los colores y con la disponibilidad de nuevos pigmentos surge la necesidad de una terminología más refinada».
No es que en las antiguas civilizaciones no existiera el color azul. En realidad, este tono no era tan abundante y sus tonalidades eran variantes del verde (quizá más claro u oscuro, pero finalmente verde). La necesidad de nombrar lo que no tiene un significado preciso es lo que le dio el nombre a la tonalidad.
Ahora nos cuestionamos si en verdad estamos viendo el azul o es una variante de otro color, quizá el azul que ve una persona es muy distinto al que ve otra. El debate que se dio a partir de un vestido de tonos distintos que circuló en redes tiene mucho sentido ahora. Lo mismo que los daltónicos, probablemente seamos los demás los que estemos viendo colores diferentes. ¿Tú cómo ves el azul?
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