Es 1655 y el sol cae a plomo sobre la fina arena de la bahía de Kingston en el Mar Caribe, una región dominada por la empresa de la conquista española puesta en marcha un siglo y medio atrás. Las aguas cristalinas bordean la caprichosa franja marítima donde tan sólo un año después se habrá de fundar un puerto clave para el comercio y los intereses británicos resultado de una exitosa invasión inglesa que expulsa a los españoles de la isla de Santiago.
Se trata de la génesis de un paraíso conocido como la ciudad más rica del mundo, capital de la perversión, hogar de los hostis humani generis (enemigos de la humanidad), la nueva Sodoma y el refugio de la “gente de la peor calaña”: Port Royal.
Una década después de su fundación (1656) el pequeño poblado creció exponencialmente y pronto se transformó en un punto estratégico sin comparación en las Antillas. Además de contar con una ubicación geográfica envidiable que daba acceso al Mar Caribe al mismo tiempo que protegía a los barcos anclados en el puerto con un enorme banco de arena, el entramado político provocó una legislación laxa y contribuyó a la concentración de los “peores vicios” que entonces conocía la sociedad moralista del siglo XVII: el gobierno británico de ultramar consintió la piratería y el mercado ilegal en el puerto, pues ante la imposibilidad de mover efectivos en caso de un ataque español, los piratas habrían de mantener la soberanía inglesa sobre la isla.
Las calles de Port Royal se abarrotaban de “gente indeseable”: prostitutas en busca de clientes, piratas y bucaneros planificando sus próximos asaltos, mercenarios a sueldo y toda clase de forajidos dieron vida al puerto, formando una nutrida población que se sostenía del mercado de los vicios y la piratería, ostentando una riqueza que ni siquiera las ciudades más cosmopolitas de entonces podían presumir.
Tanto españoles como ingleses coincidían en una sola cosa respecto a Port Royal: estaban seguros de que un sitio lleno de excesos como el puerto no podía sino vivir en pecado. Mientras los españoles aseguraban que se trataba de “La Sodoma del Nuevo Mundo”, los británicos afirmaban que se trataba de “la Ciudad más rica y perversa del mundo”. A pesar del consentimiento de las autoridades sobre las actividades ilícitas, la fama de Port Royal se expandió tanto en América como en Europa y los ataques de piratas dirigidos desde este punto se intensificaron hasta que la estrategia inglesa inicial resultó ser un auténtico desastre.
En el apogeo de la piratería y justo cuando no existía armada alguna que hiciera frente al poderío de bucaneros y corsarios en el Caribe, ocurrió un hecho que para las conciencias de entonces fue –por decir lo menos– milagroso. Al mediodía del 7 de junio de 1692, un intenso terremoto azotó el Caribe y con él estremeció a toda la Bahía de Kingston. La isla entera se cimbró y en cuestión de segundos más de dos tercios de los edificios se hundieron en el mar y el resto levantó una nube de polvo, especialmente los edificios más al norte del puerto, ante la marea que desapareció por minutos sólo para volver con toda su fuerza.
Más de 3 mil personas perecieron durante el sismo y sus devastadores efectos, más otras mil que fueron tragadas por la marea que azotó durante los días siguientes al otrora paraíso de la piratería. Del otro lado del Atlántico, la señal fue clara: para las ambiciones de las coronas británica y española, se trató de un castigo ejemplar que cayó con justicia sobre los “enemigos de la humanidad”, un duro pero necesario recordatorio del derrotero que conduce el pecado, desde la lujuria y hasta el robo; pero para Port Royal y sus habitantes no fue más que mala suerte.