El 17 de abril de 1695 falleció de tifus exantemático Sor Juana Inés de la Cruz, religiosa y escritora novohispana del Barroco en el Siglo de Oro, reconocida por su poesía y envidiada por su intelecto; tras su muerte, dejó 180 volúmenes de obras selectas. Es considerada: “la Décima Musa” y “el Fénix de América”.
Juana Inés de Asbaje y Ramírez de Santillana, mejor conocida como Sor Juana Inés de la Cruz, desarrolló la lírica, la prosa, el auto sacramental y el teatro, hecho que resulta evidente tras conocer su capacidad intelectual, así como la época que vivió: el arte barroco le permitió experimentar la creación de formas expresivas, contrastantes y realistas por medio de obras artísticas. Al cultivar la lírica, es común encontrar en los textos de Sor Juana la prosa, por lo que suele definirse a la gran mayoría de sus obras como: una relación entre la cultura de una Nueva España en apogeo, el culteranismo de Góngora y la obra conceptista de Quevedo y Calderón.
El gusto de Sor Juana por la lectura surgió durante su estancia en la hacienda de su abuelo, en Amecameca; su abuelo tenía una amplia colección de libros en su biblioteca, lo que le facilitó el acceso al conocimiento, llegando a leer desde los clásicos griegos hasta teología. Aprendió cuanto podía y se castigaba cortando su propio cabello, argumentando que no le parecía correcto que la cabeza estuviese cubierta de hermosuras si carecía de ideas. Tal fue su afán por aprender que, se sabe, estaba dispuesta a disfrazarse de hombre para ingresar a la universidad, pues en esa época las mujeres no podía acceder a la educación superior.
Tras ingresar a la corte del virrey Antonio Sebastián de Toledo, entre 1664 y 1665, la virreina, Leonor de Carreto, se convirtió en una de sus más importantes mecenas; lo que le permitió desarrollarse literariamente y fue, precisamente, durante ese periodo cuando, por instrucciones del virrey, un grupo de sabios humanistas la evaluaron y resultó salir del examen en “excelentes condiciones”.
Al enterarse sobre la decisión de la joven de no casarse, el confesor de los virreyes, Núñez de Miranda, le hizo una proposición que no pudo rechazar, pues al unirse a la orden religiosa aprendería más sobre temas de su interés. Al estar en el recinto rígido de las carmelitas, Sor Juana enferma, razón por la que más tarde ingresó en la Orden de San Jerónimo, donde la disciplina era más relajada, permitiendo que se desarrollara literariamente, pues podía estudiar, escribir, celebrar tertulias y recibir visitas, además de recibir un pago de la Iglesia por sus villancicos.
Los constantes reproches de su confesor jesuita, Antonio Núñez de Miranda, por ocupar temas mundanos en sus escritos, así como el frecuente contacto con personalidades de fama intelectual, hicieron que, bajo la protección de la marquesa de la Laguna, le rechazara como confesor.
Tiempo después, Sor Juana se vio involucrada en una disputa teológica a causa de una crítica privada que realizó sobre un sermón del reconocido predicador jesuita: Antonio Vieira, que fue publicada por el obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz, bajo el título: Carta atenagórica, misma que la prologó con el seudónimo de Sor Filotea, haciendo a Sor Juana la recomendación de dejar a las “humanas letras” y se dedicase en cambio a las divinas, de las que, de acuerdo con él, sacaría más provecho, lo que provocó la reacción de la poetisa a través del escrito Respuesta a Sor Filotea de la Cruz, en el que defendió su labor intelectual y reclamó los derechos de la mujer a la educación.
En 1693 se dio un rotundo cambio en la poetisa: dejó de escribir y se dedicó en mayor medida a labores religiosas. Aún no se sabe la razón de esta decisión; sin embargo, algunos historiadores sospechan sobre una conspiración misógina tramada en su contra, condenada a dejar de escribir y obligada a cumplir lo que las autoridades eclesiásticas consideraban las tareas apropiadas de una monja, penitencia que quedó expresada en la firma que estampó en el libro del convento: yo, la peor del mundo.
A continuación, un fragmento de “A una rosa”, poema que, en su época, el obispo de puebla consideró como “humanas letras”.
A una rosa
Rosa divina que en gentil cultura
Eres con tu fragante sutileza
Magisterio purpúreo en la belleza,
Enseñanza nevada a la hermosura.
Amago de la humana arquitectura,
Ejemplo de la vana gentileza,
En cuyo ser unió naturaleza
La cuna alegre y triste sepultura.
¡Cuán altiva en tu pompa, presumida
soberbia, el riesgo de morir desdeñas,
y luego desmayada y encogida.
De tu caduco ser das mustias señas!
Con que con docta muerte y necia vida,
Viviendo engañas y muriendo enseñas.