El futbol nos ha enseñado que si hay algo mucho más sagrado que cualquier religión o núcleo familiar, eso sin duda es un jersey que no sólo se suda; sino que se sangra y se siente en cada una de sus fibras. Sí, un pedazo de tela cosida con parches adheridos puede unir a toda una nación, sin importar la fecha o el evento; juegue quien juegue, siempre existirá un grupo de fanáticos que con su unísono grito de “¡GOOOL!” hagan sentir a mundo que sí hay una manera de estar completamente unidos.
Sin duda, sería una belleza que el futbol en cada una de sus partes estuviese lleno de ese sentimiento de camaradería y unión; sin embargo, como cualquier cosa creada por el ser humano, guarda un rostro oscuro que, aun en la periferia, daña completamente la imagen de los hinchas convirtiéndolos en barras bravas. Seguramente mientras leen este texto, los lectores comienzan a ver en su mente una serie de nombres o imágenes que hacen referencia a por lo menos dos equipos. Sin embargo, para los amantes del balompié en Rusia e Inglaterra, la única palabra que figura es: hooligan.
«La muerte ha arrojado su sombra sobre el estadio. Ha habido muerte y horror. Violencia. Y simplemente terror».
De esta manera fue descrito el evento que marcó el principio de la “era Hooligan”. Conocido como la tragedia de Heysel, fue el 29 de mayo de 1985 que un grupo de hinchas del Liverpool y la Juventus de Turín se enfrentaron en el Estadio de Heysel, Bélgica, dejando un saldo de 600 heridos y 39 muertos —32 italianos hinchas de la Juventus, 4 belgas, 2 franceses y 1 británico—. A partir de ese momento el mundo supo que la barra brava inglesa era un grupo del que habría que cuidarse.
No pasaría mucho tiempo para que esta nueva “fiebre inglesa” se propagara en diferentes estadios alrededor del mundo. En la Eurocopa 2016 durante el partido Inglaterra vs. Rusia se vivió otro enfrentamiento violento, entre los hooligans ingleses y los ultras rusos, donde estos últimos al parecer tuvieron bastante tiempo para planear una serie de ataques y emboscadas a lo largo de los callejones de Marsella. Además de que, a diferencia de los hooligans, los ultras rusos evitaron beber alcohol para poder atrapar a sus “rivales” británicos y golpearlos con mayor facilidad.
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¿Esto quiere decir que Rusia 2018 podría ser escenario de revueltas futbolísticas?
No precisamente. Aunque es muy probable que algunos miembros de las barras bravas rusas ya tengan su boleto a los partidos de Rusia, por órdenes del presidente Putin las sedes de los partidos cuentan con medidas extremas de seguridad que permiten a la policía identificar exitosamente a los ultras para dejarlos fuera del estadio aun si cuentan con su boleto de acceso. Esto, además de una medida de seguridad, se trata de una imagen internacional que el presidente ruso no está dispuesto a arriesgar.
Por otro lado, los mismos ultras han asegurado que descartan cualquier tipo de manifestación violenta en las inmediaciones del Mundial, aunque saben que no está en sus manos controlar lo que pueda ocurrir afuera después de los partidos, pues aunque los ingleses —al igual que los hinchas de otras selecciones— saben que en caso de incidente se les retirará su Fan ID y serán expulsados de Rusia, controlar a una multitud enardecida y violenta es casi imposible.
«Puede suceder que haya alguna que otra pelea entre individuos que hayan bebido alcohol, pero peleas masivas, planeadas, lo descarto […] Tenemos un Gobierno muy duro que se enfrenta al terrorismo; gracias a esta experiencia, nuestras autoridades se esfuerzan mucho en la seguridad; pienso que en este tema será como en los Juegos Olímpicos de Sochi (en el 2014), donde no hubo ningún incidente».
— Sergei, ultra ruso que pidió no publicar su nombre real para una entrevista en el diario catalán El periódico
Ya sea Rusia, Inglaterra o Marsella, la violencia de los hooligans ingleses, ultras rusos y demás barras bravas alrededor del mundo han manchado el nombre de un deporte que en un principio buscaba la unidad entre las naciones, si no por la vía deportiva, sí a través de un orgullo y una pasión que al menos una vez cada cuatro años nos hace creer en la verdadera unidad.