A pesar de que son las once y media, el autobús aún conserva el olor a clase baja. Estoy sentado en la octava fila del lado izquierdo; mi pierna derecha está estirada sobre el pasillo, mientras que en la izquierda apoyo una carpeta. El semáforo de la 16 y margaritas está en rojo, por lo que me da tiempo de medio dibujar el árbol que veo a través de la ventana.
Deseo llegar pronto a mi casa para desayunar. Tres calles adelante el camión se detiene en una parada poco común; decido voltear hacia delante para saber quién ha sido el pendejo que ha prolongado la llegada de mi sándwich hacia mi estómago. Es una hermosa mujer, podría llamarse María, Carmen o Lucero, pero eso no importa, ahora me concentro en el dulce café de sus ojos; deslizo mi vista a sus pequeños pero firmes senos; veo las dos monedas que han salido de sus delgados dedos para pagar, al mismo tiempo siento su mirada. Decido voltear hacia la ventana.
Se sienta en una fila delante a la mía, pero del lado derecho. La amaré toda mi vida durante los seis, siete u ocho minutos que dure el trayecto. Cruzando la 11 sur, observo sus bellos pies a través de los tirantes de sus huaraches; me fijo detenidamente en el hilo rojo que envuelve su tobillo izquierdo, y subo mis ojos pasando por su falda blanca hasta llegar a su espalda descubierta. Resalta su tono dorado, los chinos que caen sobre sus hombros y la brújula que tiene tatuada justo debajo de la nuca.
De su bolsa saca un teléfono y contesta una llamada; escucho que comerá pasta con ensalada y me imagino en 15 años comiendo eso, junto a ella. Cuelga y abre las últimas páginas de un libro, no alcanzo a distinguir el autor o título; desearía que fuera Sabines para que después de coger me leyera sus versos. No. Desearía que fuera Cortázar para que me leyera sus cuentos en el desayuno. No. Quiero que sea un diccionario, quiero a una mujer que tenga como libro de cabecera un diccionario.
Finalmente llegamos a Zavaleta; cierra el libro y se levanta. Pienso en tomarla del brazo y hablarle, pero decido enamorarme de un ideal. Camina hacia la parte de atrás, y al mismo tiempo que toca el timbre para detener el microbús, se siente el profundo frenado junto a un eterno pero corto estruendo. Mis rodillas chocan con el respaldo de enfrente, siento cómo el dolor llega hasta mi coronilla, y observo cómo ella, en el piso, se desliza hasta que su cabeza encuentra el tubo que soporta el asiento donde estaba sentada. A veces la vida te regresa al lugar donde estuviste alguna vez; ella tardó diez segundos. Aprecio su piel palideciendo y los 21 gramos que se van desprendiendo de ella. Mis ojos se vuelven el origen de dos ríos infinitos.
Adiós María. Adiós Carmen. Adiós Lucero. Te amé hasta tu muerte.