Leer el New Yorker en México o en cualquier otro punto de América Latina es realmente difícil. Primero, porque sus bromas son tan locales y cerradas para “cierto tipo de público” que es un diálogo en extremo críptico en el que se te exige como lector en términos culturales; segundo, porque definitivamente no estás en Nueva York y es un poco pedante ir por la calle o el metro con esa revista bajo el brazo, aunque obviamente puedes leer lo que se te venga en gana en cualquier punto del planeta, no perteneces a esa sociedad que tanto veneras, face it; y tercero, porque es una publicación –aceptémoslo– bastante esnob a la que recurren muchos pseudointelectuales sólo con el afán de demostrar que leen más y mejor que el resto. Alguna vez escuché que cuando te dedicas a la literatura y las artes, e invitas a tus amigos-colegas a casa por una copa, es tu oportunidad perfecta para presumirles que lees The Economist o El País; en cambio, cuando tus amigos no-artistas llegan a casa para una fiesta, entonces ahí sí, es hora de enseñarles todos tus ejemplares del New Yorker, October, Frieze o cualquier otro medio que te suba el estatus de creativo. Así, las revistas que tengas sobre la mesita de café o entre el sillón y el librero marcan tu nivel de pensamiento, a pesar de que no resulte del todo fácil lidiar con su lectura, asimilación o identificación.
Y es más difícil porque debes seguir leyendo, tu adicción o tu empleo lo solicitan, y hay cosas de las que no te puedes perder, pero la opinión de terceros también te impacta. Aunque digas lo contrario. Por ejemplo, yo soy de esas personas que no tolera en lo absoluto a quienes se paran el cuello sólo por decir que leyeron a tal o cual autor, que odia a quienes aman el best seller, que se vomita sobre todos esos seres que se reúnen en El Péndulo para vociferar por dos horas –o más– sobre lo interesante que les parece la yuxtaposición surrealismo-cotidianidad en Keret (¿?); sin embargo, en la oscuridad, soy también ese sujeto que ama a Gadamer, que suspira con cada nota de Lillian Ross, que lee el New Yorker (obvio) en la oficina y que nunca soporta las ganas de comprar un nuevo ejemplar de la Vogue norteamericana “por los artículos”.
Veámoslo en un caso más concreto. Aborrezco a esos lectores que se ufanan diciendo que el Quijote es la mayor obra de la lengua castellana, siempre me pregunto si de verdad leyeron ese libro –porque a mí me aburrió a morir– y no entiendo si lo dicen exclusivamente para lucir más interesantes o porque es lo único que conocen; por otro lado, yo tengo justo en este momento una pila de libros coronada por una compilación de cuentos americanos a cargo de Moore Pitlor, muero con las letras de Verónica Gerber y Luisa Vaselli, y creo que Yukio Mishima es uno de los últimos grandes autores que he leído jamás… ¿no me hace eso un digno devoto del esnobismo también? ¿No me encuentro acaso en las mismas condiciones que aquel ridiculizado mío?
Y es que pasa con muchos títulos y en muchas circunstancias. Pienso sobre todo en esos libros que lo tienen todo y a veces parece que no tienen nada, pero que hacen sentir a quien los lee que dominan el mundo por completo. Ahí está “La insoportable levedad del ser”. Un texto que esconde entre sus líneas disertaciones en torno a lo trascendente y la trascendentalidad, al existencialismo, a Nietzsche, al paso de la metafísica a la ontología, pero que a fin de cuentas no le enseña claramente nada de esto al lector y puede que se quede en una novela más. Amo a Milan Kundera, mas no dejo de pensar si lo amo porque le doy estos enfoques o porque creo que ellos viven en el libro, si me fascina porque “debe fascinarme” o porque es realmente fascinante. Si acaso la fascinación se origina en que es un libro auténtico y revelador, o en que parece ser uno y no es más que una novela maquillada de intelectualismo.
Crecí toda mi vida escuchando que sería aquello que leyese. Ahora no sé si hice bien o soy un insoportable de la charlita en el café. Al final, creo que cada uno de nosotros tiene esa respuesta a partir de lo que ha leído y las revisitaciones que se le puedan dar a esos títulos. A continuación dejo una lista para que hagas ese viaje conmigo, son 22 libros que en la escuela y en los trabajos siempre han sonado como los must de nuestros libreros, esas obras que te posicionan como alguien pensante y encantador, pero que quizá no tendrían razón de estar entre tu colección y que hoy, vigilándolos con lupa, puede que de hecho no te hagan alguien inteligente, sino sólo un pretencioso más. Lo dejo a tu consideración.
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22. “El guardián entre el centeno”, J.D. Salinger
21. “León, el africano”, Amin Maalouf
20. “El cine según Hitchcock”, Francois Truffaut
19. “Odisea”, Homero
18. “Orlando”, Virginia Woolf
17. “El llano en llamas”, Juan Rulfo
16. “Confieso que he vivido”, Pablo Neruda
15. “Como agua para chocolate”, Laura Esquivel
14. “Rayuela”, Julio Cortázar
13. “El laberinto de la soledad”, Octavio Paz
12. “Orgullo y prejuicio”, Jane Austen
11. “Moby Dick”, Herman Melville
10. “El viejo y el mar”, Ernest Hemingway
9. “Romeo y Julieta”, William Shakespeare
8. “El señor de las moscas”, William Golding
7. “Lolita”, Vladimir Nabokov
6. “El señor de los anillos”, J.R.R. Tolkien
5. “Un mundo feliz”, Aldous Huxley
4. “Los detectives salvajes”, de Roberto Bolaño
3. “El principito”, Antoine de Saint-Exupéry
2. “En busca del tiempo perdido”, Marcel Proust
1. “Ulises”, James Joyce
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Puede que muchos de estos títulos en verdad hayan dejado algo en tu vida, en la mía sí. Podría numerar los porqués y sobre todo los cuándos; no obstante, muchos son sobreexplotados por la charla hueca y al blof sin sentido. La respuesta verdadera a lo que preguntamos en este texto entonces se puede alcanzar preguntando si es cierto que los leíste y si es real tu gusto por ellos, si esto no es impuesto o si no es que estás mintiendo para convivir. ¿Qué tan pretencioso te sientes ahora al pensar en estos libros?
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