Cuando el oído del mundo no sabe escuchar a las palabras latentes del corazón, está todo lo decepcionante, incluso tú.
En esa ansiedad por ver las múltiples respuestas que la tierra arroja al encuentro de lo humano y que ninguna atiende a las demandas reales del alma, es que se da el peor hallazgo posible: el de un espejo con un reflejo disforme, que se mofa de tu cuerpo con sus ondulantes formas circenses. Advertir la burla decepcionante de una vida aquí, en este suelo, inaugura los puntos emergentes para la búsqueda de un cobijo, de una protección.
Y es entonces que esa protección adquiere nuevas representaciones y maneras de compartirse, que, asumiéndonos seres de palabra, atravesamos en y con el lenguaje como si cada uno de nosotros fuera un Gadamer contemporáneo. La creación literaria funge un papel principal en esta caza por lo propio. Buscamos el narrarnos en la fabulación de lo otro –que no es otra más que la nuestra–, convertirnos en el héroe aristotélico que persigue la calma o la condena. Pero, ¿hay razón en pretender esto? ¿En ansiar cualquiera de las dos?
Contar una historia que marque transversalidades y cruce horizontes, en todo caso, debe ser una asunción de lo inevitable, no que batalle por la minimización, sino que abrace al problema y sus llagas. Que en esa carrera ricoeuriana, la lectura no ambicione el darnos la razón ni una palmada cómplice del dolor cuando puede arrojarnos las sangrientas letras de lo ineludible.
En ese intento por crear o acoger lo confortable, nos encontramos así, con textos que posibilitan la reunión con lo decepcionante en sí mismo, no en los límites de lo condescendiente, sino en ese desocultamiento de alternativas y verdades contundentes, de asimilaciones y su confrontación.
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“Detectives salvajes” (1998) de Roberto Bolaño
Por ejemplo, esta novela, la cual parece una caricia ramplona y motivacional, nos sitúa en esa primera persona que, en una sed hastiada de monotonía, halla la aventura inesperada sólo cuando se quita las vendas de los ojos, pero sobre todo de las manos. Con un alto sentido de ruptura y llamado a la acción, esta obra no niega la dificultad de los días; los asume y los trabaja.
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“El barón rampante” (1957) de Ítalo Calvino
Una de las obras más reconocidas del italiano. Su estructura y sus fondos toman de pretexto a dos hermanos que, intentando adoptar los viejos usos de la clase aristocrática, orilla a uno de ellos a vivir en el autoexilio; situación política y personal que le inundó de ímpetus hacia el cambio, la acción comprometida con lo decepcionante de la vida. Aunque parezca una renuncia en primera estancia, su acto estuvo más cercano a la confirmación de lo que creemos.
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“Kitchen” (1988) de Banana Yoshimoto
Cuando una chica japonesa en extremo entrañable se enfrenta a las incongruencias de lo vivido, no nos posicionamos ante su relato como un ejemplo de autoayuda o de récord motivacional; su experiencia con el conflicto y las otras formas de amor y pérdida nos recuerda el porqué de una empresa aventurera que no debe huir de este mundo: debe tomarlo y compartir una transformación.
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“Beloved” (1987) de Toni Morrison
A partir de una perspectiva de lo segmentado y la discriminación, la Premio Nobel de Literatura de 1993 muestra una realidad devastadora que engloba temas de esclavitud, sueños y luchas. Por encima de estos se encuentra una reflexión en torno a las relaciones sanguíneas y espirituales de lo humano, de lo familiar, obligando a aceptar otras formas de vida o muerte, según el lado de la balanza donde nos encontremos.
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“El africano” (2007) de Jean-Marie Gustave Le Clézio
Entre realidad y ficción, pasado y presente continuo, Le Clézio trabaja con las memorias en esta entrega y como si fuera un ejercicio fácil, presume la recuperación de “cómos” y “porqués” para la comprensión, reconocimiento y develación de un “yo” perdido. En ese intento por descubrir lo oculto, no queda mas que afrontar lo recordado, lo impreso y dejar ir lo difuso por más doloroso que haya sido.
“Una interpretación definitiva parece ser una contradicción en sí misma”.
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