James Rhodes comienza su libro Instrumental confesando que la música clásica se la pone dura, una bofetada al lector para describir, muy visualmente, el placer físico y metafísico que logra producir el arte. Es curiosa la belleza. A mí se me cuela en el cuerpo como el aire, inevitable, se hincha en mi pecho hasta doler y allí quisiera dejarla, como quien pretende aguantar toda una vida bajo el agua y llena los pulmones a más no poder. Entonces, al contacto de la carne, los órganos, la sangre y todas esas vísceras que albergo en mi interior, se reclina sobre sí misma y estalla, estalla y duele dentro, pero aun así quiero atraparla, dejarla reposar en un duermevela eterno en las entrañas de mi cuerpo, en el lugar donde me nace el mundo, en el calor de un útero acunando a un niño. A veces olvido que el aire es indomable. Supongo que esta es la más sincera respuesta que puedo dar a los académicos que insisten en preguntar qué es el arte, qué es la poesía, qué es la belleza. Todo lo que me revienta por dentro y no se deja alcanzar.
Pero el hombre es tan dispar… Y luego está aquello de la subjetividad y los falsos profetas de las «Verdades Universales». Hacen listas de lo bueno, lo malo, lo mejor y lo peor, mientras la multitud ciega exclama: ¡vaya, esto es cultura! Pero se olvidaron de los olvidados, de los que agotaron todas las bocas de su memoria, de las mujeres, sobre todo de ellas, y de los hombres sin nombre. Y de entre todos los que no son ellos, quedaron seis y de esos seis, cuatro, y de los cuatro sólo dos y de los dos sólo, vagamente, alcanzamos a recordar un nombre. ¡Qué ardua tarea la cultura!
En ello estaba yo cuando olvidé a Salinas, fruto de la infantil ignorancia, apenas un apellido recordado en un viejo libro de texto, un párrafo de trece líneas leídas en la Universidad, un libro que me llama cierta mañana estival desde el rincón abandonado a la poesía de una librería cualquiera, en un ciudad cualquiera, entre el halo mágico de la casualidad.
Pedro Salinas, el poeta madrileño miembro de un magnífico grupo, de mayoría andaluces, unidos por el recuerdo a Garcilaso. La Generación del 27. En mis manos «La voz a ti debida» (1933), una obra sublime, de la que se dice es el primer libro de una trilogía poética que completan «Razón de ser» y «Largo lamento». La magia se esconde en cada página.
«(…) Te quiero pura, libre,
irreductible: tú.
Sé que cuando te llame
entre todas las gentes
del mundo,
sólo tú serás tú.
Y cuando me preguntes
quién es el que te llama,
el que te quiere suya,
enterraré todos los nombres,
los rótulos, la historia.
Iré rompiendo todo
lo que encima me echaron
desde antes de nacer.
Y vuelto ya al anónimo
eterno del desnudo,
de la piedra, del mundo,
te diré:
“Yo te quiero, soy yo”.
(…)».
El libro, que toma su nombre de la Égloga III de Garcilaso, es una ascensión del amor que va despojándose de lo terrenal hasta llegar al sentimiento único, puro y desnudo. A lo que perdura y no se palpa. A la máxima expresión del sentimiento efímero y doliente. En palabras del poeta: «¡Qué alegría más alta:/ vivir en los pronombres!».
«Yo no necesito tiempo
para saber cómo eres:
conocerse es el relámpago.
¿Quién te va a ti a conocer
en lo que callas, o en esas
palabras con que lo callas?
El que te busque en la vida
que estás viviendo, no sabe
más que alusiones de ti,
pretextos donde te escondes.
(…)»
Salinas se olvida del tiempo, los espacios, el nombre de las cosas y la lógica ilógica que gobierna un mundo ajeno a su corazón palpitante. No es sólo amor, es vida, es la esencia de todas las cosas que como brisa que acaba por convertirse en viento, empuja al hombre a crecer, a desvanecerse, a avanzar, a esperar, a sentirse feroz y derrotado, dueño de todo y nada, gigante y diminuto, rayo de sol y rincón de sombra.
«(…) Hoy estoy besando un beso;
estoy solo con mis labios.
Los pongo
no en tu boca, no, ya no
-¿adónde se me ha escapado?-.
Los pongo
en el beso que te di
ayer, en las bocas juntas
del beso que se besaron.
Y dura este beso más
que el silencio, que la luz.
Porque ya no es una carne
ni una boca lo que beso,
que se escapa, que me huye.
No.
Te estoy besando de lejos».
Al principio se creyó que Salinas escribía al amor como sentimiento individual y universal, en un amago de descripción del estado de las cosas durante la levitación del ser enamorado. En realidad, los poemas iban dirigidos a Katherine Whitmore, una profesora norteamericana a la que conoció durante unos cursos universitarios. Su memoria epistolar de buena fe del amor que el poeta sentía por ella y muestra el desarrollo personal paralelo a su obra. Más de trescientas cartas y ciento catorce poemas dedicados a su amada.
«(…) Ansia
de irse dejando atrás
anécdotas, vestidos y caricias,
de llegar,
atravesando todo
lo que en ti cambia,
a lo desnudo y a lo perdurable.
(…)».
Tal vez jamás leímos a Salinas por suponer que no podría caber tanto amor en tan pocas palabras.
*Nota al pie. Textos extraídos de: Salinas, Pedro, (1989). La voz a ti debida, Madrid. Alianza Editorial.
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Las fotografias que acompañan este poema pertenecen a la fotógrafa española Martina Matencio, si quieres conocer un poco más de su trabajo, te invitamos a visitar su Instagram.
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El amor nos eleva y nos hace sacar lo mejor de nosotros mismos cuando creímos que todo estaba olvidado. Si crees que en ocasiones te faltan las palabras, te dejamos estos poemas anónimos que desearías que fueran tuyos.