A veces olvido que las mujeres no

El texto que se comparte a continuación fue escrito en colaboración por Enrique Ocampo, autor del libro de relatos Salto de fe, y Jessica Correa, Arte Jiménez y Sofía Salame, fundadoras de la página Mujereología. Con este trabajo en prosa se conjuran cuatro voces en alto para señalar, más que denunciar, una visión de los

A veces olvido que las mujeres no

El texto que se comparte a continuación fue escrito en colaboración por Enrique Ocampo, autor del libro de relatos Salto de fe, y Jessica Correa, Arte Jiménez y Sofía Salame, fundadoras de la página Mujereología. Con este trabajo en prosa se conjuran cuatro voces en alto para señalar, más que denunciar, una visión de los padecimientos de la mujer.

A veces

1.

“Muy corta”, pienso y arrojo la falda al suelo. Todas mis mañanas comienzan con un adjetivo. “Muy entallada”. Un gesto de disgusto me mira en el espejo mientras la montaña de ropa rechazada va creciendo. Una falda vieja de pana, una coleta y un suspiro ahogado se vuelven mi disfraz del día. Mi intento frustrante de una capa de invisibilidad. Ahora me visto para no llamar la atención. Pienso en aquella última vez mientras el viento sopla en la parada del colectivo y me invade una náusea agria. Los roces innecesarios, las miradas provocadoras. Resignada, repaso mentalmente la longitud de mi falda y la duración del trayecto. “Seis cuadras. Sólo seis cuadras”. Escudriño las caras de los pasajeros con las piernas trémulas y los labios secos. ¿Corro peligro? Nadie nunca debería no saberlo. En pocos minutos, me falta el aire entre hombres y mujeres que compiten por ganar un poco de espacio entre los asientos grises. Frunzo el ceño y reúno mis fuerzas: compito yo también. Lucho por mantener un espacio libre de manos escurridizas, de rodillas insolentes. Detrás de mí, un hombre de traje parece educado y amable. Pero las apariencias ya no son suficientes en la excursión diaria a la cotidianidad. Algo golpea mi zapato.

—Lo siento —El sujeto se apresura a recoger su celular.

—No te preoc…—Su mano me arrebata las palabras del paladar, mientras recorre mi pierna y el inicio de mi falda.

Se me congelan los músculos y un escalofrío recorre mi espalda. El autobús está lleno. Aprieto instintivamente los puños. Puedo golpearlo. Golpear a todos los pasajeros, si es necesario. Llegar al frente y bajar en la siguiente parada. Con el corazón acelerado y lágrimas de impotencia, me aferro al poste más cercano. El sujeto ya no está. El colectivo se detiene y me apresuro a la salida. Me deshago la coleta y, con cólera cegadora, le envío mi ubicación a mi madre. “Espero llegar a casa hoy”, pienso mientras acelero el paso rumbo a la escuela.

2.

Cierro la puerta del taxi tras de mí y respiro profundo. Otro viaje, otra angustia.

Doy la dirección, el conductor asiente con la cabeza y arranca el motor con rumbo a casa de mi amiga. Un ligero cosquilleo en el cuello me indica que me está viendo por el retrovisor. Yo finjo ver por la ventana.

—Nunca se suben muchachas tan guapas como tú —dice con voz rasposa.

Asiento con la cabeza, incómoda, y un remolino de pensamientos me inunda por dentro. “Es un error estar aquí”, “¿Podría saltar por la puerta si fuera necesario?”, “¿Y si pone los seguros y no puedo escapar?”. La cabina parece hacerse pequeña y el aire pesado. Me siento vulnerable.

—¿Qué dices si cambiamos el destino? —dice y siento un soplo helado en las rodillas —¿Y si te vienes conmigo? Yo puedo tratarte mejor que tu novio. Seguro que tienes novio, ¿no?

Asiento con la cabeza mientras mis dientes rechinan. Estoy paralizada. Esto está pasando. Esto no debería pasar nunca.

—Anímate, podemos ir a tomar algo —continúa con su voz inquietante—. Además, así no te cobro nada —Su sonrisa se enchueca en el retrovisor y noto su cabello mal peinado y sus ojos aborrecibles. Siento un profundo asco.

Con un texto, describo a mis amigos la situación. Estoy aterrorizada. El conductor desacelera en plena avenida mientras continúa insistiendo. Bajo el vidrio y trato de respirar. Mi destino no está tan lejos. Podría salir corriendo. Saltar del taxi en movimiento, si no tengo otra opción. “Ni siquiera sé su nombre”, pienso al leer la respuesta de mis amigos. “Ni recuerdo las placas”.

—¿Cómo te llamas? —me atrevo a preguntarle. Las palabras resbalan sobre mis dientes como agua helada.

—¿Por qué preguntas? —dice, a la defensiva.

—Es una pregunta común que la gente hace a los choferes —improviso.

—Me llamo Antonio, guapa —dice con una mueca desagradable.

—Mira, Antonio —comienzo con todo el valor que tengo, mientras veo la caseta de vigilancia del fraccionamiento de mi amiga. Creo que ya estoy a salvo—. Soy educada, pero que insistas en llevarme a otro lado está mal y a ninguna mujer le gusta. Por favor, solo llévame a donde te pedí.

Mientras contemplo si empeoré la situación, si molestarlo lo compele a hacerme daño, a escalar el asunto, llegamos al destino. Temblando, le estiro un billete que arrebata de mi mano. Se ve molesto.

—Puta —escucho por la ventana desde la acera mientras el taxi se aleja sin más.

Llego con mi amiga y siento los huesos de gelatina. La piel de vidrio. Me tiemblan las piernas. Me abraza e intenta tranquilizarme.

“Si no acceder a revolcarme contigo me hace una puta, entonces sí: soy putísima”, pienso con los ojos cerrados, mientras corresponde el abrazo cálido con fuerza.

3.

Tengo un vestido colgado desde hace cuatro meses y no he encontrado el valor para ponérmelo. Acumulando polvo. Manchándose de frustración. Arrugándose entre suspiros ahogados. Pensé en ponérmelo hoy, pero de inmediato me asaltó un recuerdo, un pensamiento. La lamentable imagen, tanto pasada como potencialmente futura, de caminar por la acera entre un mundo convulso y recibir gritos y ofensas. Insinuaciones y propuestas. Me decanté entonces por los pantalones flojos de siempre, no porque la vestimenta conservadora sea garantía de seguridad, sino en un intento absurdo y desesperado por no ser culpada si me pasa algo. Salí con la frente en alto —una tiene que seguir con su vida— refugiada en mi atuendo, deseando me volviera invisible. Tres calles después, comenzó, como de costumbre. “Más rápido, guapa”. “¿A dónde tan solita?”. Me han orillado a escoger los gritos, a esperar las ofensas: a desear que todo quede en sólo gritos y ofensas.

Llegué a un café y abrí el periódico. Distracción o falsa sensación de seguridad, por lo menos pude respirar más calmada. Leí entonces que el noventa y tres por ciento de las mujeres han sido acosadas en México. “¿Dónde está el resto?”, pensé. No conozco a una sola mujer que no. Puede ser que exista. Puede ser que un siete por ciento no haya pasado por esto, pero estoy convencida de que el cien por ciento tiene miedo. Que el cien por ciento se refugia en el periódico sin saber si es distracción o falsa sensación de seguridad, tratando de respirar calmada en un café. Que el cien por ciento se refugia en los pantalones flojos de siempre. Tengo un vestido colgado desde hace cuatro meses y no he encontrado el valor para ponérmelo.

4.

A veces, las batallas de la vida se pelean en silencio; se desenvuelven en calma. A veces, los ejércitos son invisibles y los decesos son espirituales. A veces, ni siquiera sabemos que la guerra se cierne sobre nuestras cabezas.

A veces, veo a una mujer apretando los puños en el colectivo. Con las piernas engarrotadas y la mirada incendiaria. A veces, no noto el ruido dentro de su cabeza ni la impotencia detrás de su mirada. A veces, la rutina me pasa desapercibida y lo cotidiano se resbala por mi cuerpo. A veces olvido que a las mujeres no.

A veces, escucho un insulto escapar de la ventana de un taxi y estrellarse en una mujer pálida. Con las rodillas trémulas y un suspiro cansado. A veces, no percibo el sonido del miedo en su caminar. A veces, el camino a casa de un amigo me resulta tedioso y poco memorable. A veces olvido que a las mujeres no.

A veces, veo a una mujer leyendo el periódico en un café. Con la respiración agitada y los pantalones flojos. A veces, no me doy cuenta de la pesadez de sus párpados ni la palpitación de sus sienes. A veces, ni siquiera me fijo en qué ropa traigo puesta. A veces olvido que las mujeres no.

A veces, las batallas de la vida se pelean en silencio; se desenvuelven en calma. A veces, olvidamos que la guerra se cierne sobre nuestras cabezas. Que somos, todos y siempre, combatientes. Si no por un bando, por el otro. A veces, olvido que la neutralidad no es una opción; que la indiferencia por una causa es contribución a la causa opuesta. A veces, olvido que hay mujeres que aprietan los puños en el colectivo, que tiritan en la acera y que respiran con agitación en los cafés. Hay que hacer que esas veces nunca más existan.

***

La intensidad de los momentos más cruciales se magnifica con la narrativa, los elementos estéticos del lenguaje y la capacidad creadora de una voz que hila y conduce imágenes como un sueño dirigido. Cortes rápidos, instantes de pausa. Sobre el cuadrilátero, todo luce como una batalla existencial en la que el amor da náuseas.

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