Poesía: prosa, verso, imágenes, la siguiente narración te embelesará entre líneas, continúa leyendo…
Cuando me acerqué a su boca olía a menta rancia de días. Nunca entendí por qué seguí ese hediondo rastro de descuido, pero heme aquí: frente a frente, jalada por la cuerda del interés.
Empezó a enredarme: mete y saca la punta, empalma pequeños cuadros atascados de formaciones irregulares, no hay salida ni fondo. Un domo prismático se alzaba encima de mí y con él, se diluía la posibilidad de escapar. Sus iridiscentes aristas enmarcaban el corto vuelo que debía emprender para estamparme con el tejido, antes de si quiera imaginar el roce con la realidad.
Quizás estaba tan adaptada a la incomodidad que aquel escenario no me parecía tan desafortunado. Tal vez me creí muy lista al mudar lo poco que quedaba en mis entrañas hacia el gris de esa tierra que se rendía ante el cemento; a cada cubeta de agua empleada para regar mi planta, se petrificaba la capa de concreto que paralizaba sus raíces, encapsulaba los minerales en su interior, enfriaba el movimiento del tallo, absorbía las hojas, pulverizaba su intención natural de extenderse y colarse entre los diminutos espacios del enjambre.
La cuerda. Aunque gastada por las noches de flagelación cotidiana, logró anudar mi voluntad de salir y me resigné a trenzarle el pelo cada vez que la agenda dictaba un encuentro sexual. Como relojito suizo, calibraba mi único centro de poder con la precisión de campana de catedral anunciando una congregación: la pinche misa de las siete.
No lo voy a negar, perdí el sentido del gusto al familiarizarme con el sabor de su sudor. Ya no podía comer nada delicioso, me asqueaba todo: un manjar mexicano de la calle, un recuerdo de la sazón de mi madre, un café cargado en los desvelos, pan de muerto o muégano en la canasta de los merengues en un semáforo… todo, absolutamente todo estaba aderezado de la pútrida vinagreta de su saliva, semen pegajoso, la maldita mugre de las uñas de sus pies.
En mi memoria aún tintinean las campanas, sí, en plural, porque no sólo acudía a esa catedral. Visité muchas otras iglesias, oraba mecánicamente, confesaba mis crímenes antes de ejecutar las penitencias que los curas me imponían. Una religión surgió en mi torcida conciencia; el desahogo era pecado, me sometí a la ley de un Dios que no veía más que hoyos en mi pecho y el útero vacío, y en su afán de llenarlo, me enseñó a permanecer tensa y en la búsqueda, en la ansiedad insaciable, en la complicidad quebrada. Pobre cabrón.
Ahora hay partes de mí en todos lados.
¿Cuántos años tardaré en construir una escalera que sostenga mi holograma y me saque del domo?
¿Cuántos espirales deben succionarme para que en el delirio del mareo se iluminen los pedazos que me faltan?
Ya comprobé, que ni el umbral de la muerte puede salvarme; argot hereditario de los García.
Las cuatro veces que me aproximé no buscaba dejar este plano, quería con desesperación que la luz blanca del mentado túnel me cegara para siempre. Así, al alzar la mirada, jamás volvería a ver las puntas afiladas del mundo exterior amenazar la costra de mi precioso domo. ¡Vaya pendejada! Lo único que obtuve fue la lastima salpicada en la lluvia de septiembre, ya saben: odiosa, caótica e impredecible.
Afuera lloraban a borbotones incontenibles los deseos de recuperarme, se resbalaban en los muros cristalizados de la resignación. Un día ablandaron la tierra gris donde dejé mi última semilla; un pantano elástico.
Tuve que desnudarme para flotar poco a poco. Al quitarme el vestido me creció el orgullo y jalé una bocanada de alivio mezclado con la mierda que pisaron los esclavos de mi religión. De ahí la primer revelación: no era una pecadora en busca del perdón divino, era la divinidad que encarnaba el perdón de quienes pecaban conmigo. Un intercambio crudo de horas por vacío, vacío mutuo, triple, cuádruple, infinito, pero a fin de cuentas, vacío.
Suspiré mientras liberaba mis senos del sostén de la culpa, la angustia y la insuficiencia. Tomé valor y embarré puños de lodo humeante en sus curvas, tallé lo más que pude hasta que la mezcla de tonos fuera uniforme y el efecto de polos iguales repeliéndose desencadenara la erupción. El brillo anaranjado se acumuló en el centro, se disparó por los pezones; su luz me abrió paso, me guío, secó el ambiente, alimentó la esperanza, sirvió un banquete para la oscuridad y se la terminó tragando.
Ya en la superficie agrietada, las botas me sobraban, no me dejaban avanzar. Al bajar el cierre que dividía la libertad de la sumisión impuesta por la vanidad de unos tacones del quince —que compré en una barata de año nuevo—, me di cuenta de que siempre me habían quedado chicas. Ámpulas y resequedad se perfilan como el binomio imperfecto, potencializado por el roce de la tierra, resultando el dolor más insoportable: el de andar por mi propio pie, a mi paso, como me diera la puta gana. La reacción aceleró las ganas de coronar la carrera con joyas dulces de adrenalina; eché a correr a quién sabe dónde y a mi paso, las ámpulas fertilizaban de plasma y plaquetas la nueva capa de escamas que nacía en formación alineada, de digna estrategia militar, dispuestas a combatir cualquier inclemencia del camino que decidí tomar.
Me excitó el sol que vestía las elipses de los muros, acariciaba mis pómulos y el hueso de mi hombro derecho en el que descansa una cicatriz de la infancia, hecha de faja de cuero e imprudencia alcohólica. La vitalidad del astro se apoderó de mi brazo completo y deslizó mi mano hacia la unión de la creación y el placer. Me ordenó memorizar sus pliegues, erguir el centro, frotar y seguir el vaivén de sus rayos. En cadencia de tres cuartos, bailamos un vals armonioso y, aunque hubo acentos desafinados, yo me dejé llevar por varias sinfonías, extensas como los años que pasé en absoluta ignorancia de la sensación de éxtasis total.
Tenía que negociar. Abaniqué las cartas con recuerdos crueles y le ofrecí un par. Al soltarlas, la descarga descendió por el canal de la vida; cerré los ojos y el rictus involuntario la convulsión orgásmica me desprendió de la última atadura.
Mojé todo el domo con mi humedad, los picos más altos bajaron a beberme, se derritió la cúpula y con el material, construí un caparazón. A golpe de martillo escupí verdades: que si había ingerido dosis letales de él, que si me robé la llave de la tranquilidad de los demás, que me atreví a hacer trueque de ilusiones por lápiz labial rojo, que sí, en efecto, todo tuvo que valer madre para poder parir de una manera catastrófica. ¡Qué ironía!
En la caída del pulido cristal tornasol, me juré que el tiempo sería testigo de mi nueva profesión, la jardinería.
La creación en sí, la semilla que se tiñó de incertidumbre, forrada de mi piel muerta, pintada con los rastros de un mapa carbonizado, dicta la sentencia en código: sólo quién se atreva a leerme, podrá encontrar y descubrir quién soy, fusionarse conmigo, entregar a cambio el corazón colgado de un hilo.
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Las fotografías que ilustran el texto pertenecen a la artista Laurence, conoce más sobre su trabajo dando click aquí.