“Pronto aprendí que la pelota nunca viene hacia uno por donde uno espera que venga. Eso me ayudó mucho en la vida, sobre todo en las grandes ciudades, donde la gente no suele ser siempre lo que se dice derecha”. Albert Camus
En el futbol hay momentos que son exclusivamente poéticos: los momentos del gol. Cada uno es siempre una invención, es siempre una perturbación del código: todo gol es “ineluctabilidad”, fulguración, estupor, irreversibilidad, precisamente como la palabra poética. El máximo goleador de un campeonato es siempre el mejor poeta del año.
El escritor, poeta y uno de los mejores realizadores del cine italiano, Pier Paolo Pasolini, fue, al igual que del cine, un gran amante del balompié, tanto así que después de la derrota de Italia frente a Brasil en el mundial de México 70, intentó justificar, a través de un extenso y puntual tratado teórico, las que podrían ser las razones de la derrota de su equipo.
Y es que, decía el director, el futbol, más allá de sólo 22 jugadores corriendo tras una bola, se trata de un sistema de signos, o sea: un lenguaje. El soccer tiene todas las características fundamentales del lenguaje por excelencia, al que los hombres han remitido como término de comparación: el lenguaje escrito-hablado, el que se forma a través de las infinitas combinaciones de los “fonemas” que, en italiano, son las veintiuna letras del alfabeto.
Pero además de Pasolini, quién a través de una publicación justificó la derrota de su equipo ante todos los amantes del futbol y creó la utopía deportiva al decir que el jugar al fútbol-poesía era la cosa più bella del Mondo, 13 años antes de este tratado, hubo un Premio Nobel de Literatura que fue futbolero. En 1957 fue distinguido por su obra El Extranjero, texto en el que Albert Camus describe a personajes de espíritu confuso y universos llenos de “destructivismo ético y social”.
Incluso después de obtener el mayor premio de las letras, Camus no dudaba al afirmar que si volviera a nacer y le dieran a elegir entre ser escritor o futbolista, elegiría lo segundo. “Porque, después de muchos años en que el mundo le permitió diferentes experiencias, lo que más supo, a la larga, acerca de moral y de las obligaciones de los hombres, se lo debía al futbol”, al menos eso fue lo que el francés dijo en Lo que le debo al futbol, uno de sus muchos relatos.
Camus, además de escritor, filósofo, dramaturgo, periodista y ensayista, fue portero. Hay dos teorías distintas que explican porqué terminó debajo de las escuadras, cuando durante su niñez había sido mediocampista. Algunos aseguran que a los 17 años descubrió que era tuberculoso, e imposibilitado para correr, se transformó en arquero. Otros dicen que no fue una enfermedad sino la pobreza la que lo empujó a cambiar de puesto: “como en el medio las zapatillas se desgastaban más y no había plata para el calzado, se abrigó bajo la portería”.
Camus fue un revolucionario en la literatura del siglo XX también por eso: porque fue el primero de los intelectuales en reivindicar el futbol y hasta se atrevió a decirlo en sus escritos. Si no fuera por lo que representa la pelota, no sería lógico que un individualista tan feroz como él reconozca su fanatismo por un deporte tan popular. Murió a los 46 años, en un accidente de tránsito. Pero alcanzó a indicar cuáles eran los sitios en los que se sintió a gusto: “Los partidos del domingo en un estadio repleto de gente y el teatro”, lugares que amó con una pasión sin igual y que representaban los dos únicos sitios en el mundo en los que se sentía inocente.
Le gustaba el juego, la práctica de un deporte que unía a compañeros católicos y musulmanes, los campos de tierra llenos de muchachos barnizados por el crepúsculo argelino, la pasión, el ímpetu, el abrazo puro de la victoria y el poso amargo de cada derrota. El futbol, a fin de cuentas, es eso. Cuando la pelota echa a rodar, todo lo demás es accesorio.