Durante los años 50, en Chile, Alejandro Jodorowsky, Enrique Lihn y algunos amigos se convirtieron, por un tiempo, en poetas en acción, entendidos no como “escritores de sobremesa”, sino como “atletas creadores”.
Impresionados por la frase del poeta futurista italiano Filippo Tommaso Marinetti (1896-1944): “La poesía es acto”, los citados jóvenes chilenos prestaron más atención, por tres o cuatro años, a realizar “actos poéticos” pensando en ellos de la mañana a la mañana siguiente.
En esos “actos poéticos”, como veremos a continuación, está, entre otras cosas, una práctica que va contra el sentido común, una apuesta por el absurdo para hacernos más sensibles a la “realidad” como normalmente la afrontamos.
Está implícito un desafío a la idea que tenemos del ridículo o la locura. Está, en otros casos, un grito o desplante de rebeldía contra los poderes castradores de la autoridad, la monotonía y la disciplina de las instituciones. Está un espíritu soñador y desinteresado, que se aplica a inaugurar de nuevo edificios o lugares de la ciudad o que sorprende con actitudes inusitadas, como pagarle al chofer del camión urbano con una concha de mar.
Está, además, un reto al materialismo con que se mueve la sociedad, todo por medio de actos afirmativos en los que la imaginación (la consabida “loca de la casa”) ocupa el papel del director de escena.
¿En qué consistían esos actos?
Responde Alejandro Jodorowsky:
“Por ejemplo, un día Lihn y yo decidimos andar siempre en línea recta, sin desviarnos para nada. Por ejemplo, si en un paseo nos encontrábamos delante de un árbol, en lugar de rodearlo, trepábamos a él y, una vez arriba, continuábamos la conversación. O, si en nuestro camino había un coche, nos encaramábamos a él y caminábamos por el techo… Frente a una casa llamábamos al timbre, entrábamos por la puerta y salíamos por donde podíamos, a veces, por una ventana. Lo importante era seguir la línea recta sin prestar atención al obstáculo, hacer como si no existiera… Recuerdo haber llamado a una puerta y explicado a la señora que éramos poetas en acción y que teníamos que atravesar su casa en línea recta, ella lo comprendió perfectamente y nos hizo salir por la puerta trasera”.
Otros “actos poéticos” de estos jóvenes creadores resultaban menos ingenuos y más irreverentes, desahogos agresivos contra figuras de autoridad y rutinas empobrecedoras, como el siguiente:
“Un día me sentí realmente harto y decidí ejecutar un acto para manifestar mi fastidio. Salí de clase y fui a orinar tranquilamente a la puerta del despacho del rector. Desde luego, me exponía a la expulsión definitiva de la universidad. Parecía cosa de magia: nadie me vio. Ejecuté mi acto y me fui increíblemente desahogado en todos los aspectos”.
Otros implicaban una especie de sátira social, de burla al materialismo, pero también de implícito desprendimiento:
“Un día metimos gran cantidad de monedas en una cartera agujereada y recorrimos el centro de la ciudad: era extraordinario ver a la gente agacharse a nuestro paso, la calle entera con la espalda doblada”.
La fantasía y algo de sana locura se traslucían en otros eventos de los jóvenes artistas chilenos:
“También decidimos crear nuestra propia ciudad imaginaria junto a la ciudad real. Para ello, teníamos que proceder a inauguraciones. Nos colocábamos al pie de una estatua o de cualquier monumento célebre y efectuábamos una ceremonia de inauguración según los dictados de nuestra fantasía. De este modo, la Biblioteca Nacional se convirtió para nosotros en una especie de café intelectual. Lo que importaba era dar nombre a las cosas: atribuyéndoles nombres diferentes, nos parecía que las cambiábamos”.
O pequeños eventos cotidianos que con un giro radical, instalaban de un momento a otro la sorpresa y una nueva visión sobre hechos menudos:
“También nos entregábamos a actos muy inocentes, aunque no menos potentes, como el de poner en la mano del revisor que nos pedía el billete del autobús una bonita concha… El hombre quedaba tan sorprendido que seguía adelante sin decir nada”.
Hasta aquí, más o menos, los actos inocentes, creativos, pero otros expresaban más bien una sobredosis de adrenalina, como cuando Jodorowsky decidió velar a su madre (en vida) con toda la parafernalia de los funerales.
“Un día mis amigos y yo cogimos un maniquí y lo vestimos con ropa de mi madre. Luego lo recostamos como un cadáver, rodeado de candelabros, e iniciamos un velatorio en el salón familiar. Como hacíamos teatro, disponíamos del atrezzo necesario, y la impresión era sobrecogedora. ¡Cuando mi madre llegó, se vio siendo velada! Todos mis amigos comenzaron a presentar sus condolencias… Fue naturalmente un impacto enorme para mi familia. Otra vez, llenamos la cama de mis padres de gusanos”.
Para Alejandro Jodorowsky, este tipo de actos, llamados por él “poéticos”, encierran también un efecto terapéutico al ser desfogues de energías que de otra manera se expresarían por la violencia o por el daño psicológico o incluso físico de las personas: “Si un criminal en potencia conociera el acto poético, sublimaría su gusto homicida poniendo en escena un acto equivalente”.
“Recuerdo que una vez fuimos a la facultad de medicina y, con la complicidad de un amigo, robamos el brazo de un cadáver. Lo escondimos dentro de la manga de nuestro abrigo y jugamos a darle la mano a la gente, a tocarla con esta mano muerta. Nadie se atrevía a comentar que estaba fría, sin vida, porque nadie quería reconocer la cruda realidad de que ese miembro estaba muerto”.
Poco tiempo después, el actor y compañía comprendieron la carga negativa de algunos de tales “actos poéticos” que protagonizaban, llegando a la conclusión de que tales puestas en escena deberían tener una intención positiva, creativa, aunque aún hoy sigue pensando que la poesía es “convulsiva, está ligada al temblor de la tierra”. Y a la capacidad rebelde de la misma: “denuncia las apariencias, atraviesa con su espada la mentira y las convenciones”.
Tal enseñanza de que había que construir, no destruir, les fue confirmada por una anécdota japonesa: el alumno le lleva al maestro su poema, un haikú que dice:
Una mariposa:
le quito las alas
¡y se vuelve pimiento!
La respuesta del maestro fue inmediata: “No, no; eso no es así, déjame corregir tu poema”:
Un pimiento:
le pongo unas alas
¡y se vuelve mariposa!