Hace ya mucho tiempo susurré tu nombre al viento, desde entonces me persigue como si lo tuviese tatuado en el alma. A donde voy, va; donde se oye y no, lo oigo; donde lo busco y hasta donde no, lo encuentro.
Desesperado y decidido, tiré mi único reloj por la ventana tratando así de poner el tiempo en cero y volver a comenzar. Más tarde, ese mismo día en un café un tipo despeinado de apariencia caricaturesca, famoso -me dicen-, se sentó de la nada en mi mesa y comenzó a hablar cosas de las cuales no tuve ni la menor idea, al ver mi cara de extraviado me vio a los ojos y me dijo que el tiempo es relativo y se marchó. Menuda mierda mi suerte, y para colmo, mi café estuvo amargo por culpa de un recuerdo que se niega al olvido.
Esa noche, en horas de maullar de gatos y cantar de borrachos, platicaba en una banca del parque con el Hombre de la Luna y, rebalsado de melancolía, le pregunté si alguna vez se había enamorado, él hizo un silencio y luego, casi susurrando, me respondió: «sí, pero solo de amores imposibles». Incluso el hombre que vive en la luna sufre por amor, reflexioné.
Ultimado en desamor, pernoctando en un bar, sucumbí al impulso de escribir tu nombre en el verso final de un poema, desde entonces hace eco en la antología del amor y de lo eterno.