Cuando el piloto descendió del módulo, sus ojos quedaron hechizados, la vista lo embriagó, era un vacío perfecto, que se extendía a través de todo lo existente. Se desplegaba de frente suyo, como una cortina oscura, perforada por pequeñísimas luces, ecos de sitios que existieron millones de años luz antes. Camino encima de la piedra agrisada, donde sus botas iban dibujando las primeras huellas en aquel sitio. Permaneció 21 horas con 31 minutos en la Luna. Desde allí podía ver la Tierra, colgando del firmamento, a la mitad del cosmos.
Muchas personas le preguntarían que sintió, cuando viajó fuera del mundo; pero nunca fue bueno con las palabras, ni con las emociones, pero recordaba su corazón latiendo, como nunca lo había hecho y como no podría hacerlo otra vez. Le costaba trabajo expresarse, contar cómo cambió su vida a partir de entonces. No era un poeta, pero sí un militar, su entrenamiento intentó prepararlo para lidiar con la lejanía, con la idea de estar donde nadie había estado antes.
Buzz Aldrin caminó por la superficie lunar solo tras Neil Armstrong, escribió una fracción de la historia del hombre y marcó la propia. Cuando regresó a la Tierra, le fue difícil reintegrarse a la vida, a sustituir la visión de la eternidad por la de la experiencia mundana de cualquier hombre. Se obligó a convertirse en alguien más, otra voz ahogada entre la mayoría. Dos de sus matrimonios se convirtieron en divorcios, trabajó como vendedor de coches, padeció de alcoholismo y depresión; después de todo, la vida no era fácil después de las estrellas. Pesé a su poco talento con las palabras, recordó siempre la expresión que formó al asomarse al exterior de la cápsula, que se modelo a través de sus labios, natural, como si las palabras estuviesen poseyéndolo a él.
Los más primitivos hombres ya soñaban con alcanzar las estrellas. Impulsados por sus endémicas corazonadas, se dieron cuenta de sus destinos, aún miles de años antes de que si quiera fuese posible. Recostados en las áridas tierras de una región desconocida o a la orilla de la entrada a una caverna, soñaron con volar y contemplarlas, tan cerca como pudieran, andar de lado a ellas, tal cual podían hacerlo aquí, en la Tierra. Los seres humanos, pese a toda nuestra vulnerabilidad, nacimos para llegar al espacio.
Lo desconocido nos obsesiona, su imposibilidad, los riesgos que supone. Los retos nos seducen, el desafió para nuestros cuerpos y nuestras mentes; por eso creamos deportes o descubrimos los más profundos secretos de la ciencia, para retarnos. Creemos que, a través de nuestras aspiraciones, iremos desdibujando los límites, eliminando las fronteras, formando los rumbos de la civilización venidera. No hay nada más humano que la sensación de libertad, que nos hace ir hacía donde no nos es permitido. La bóveda celeste parece una suerte de trampa, arcaica, de millones de años de existencia. Fue puesta allí para ser admirada, inalcanzable en apariencia, vasta en enigmas, un espectáculo hermoso para los humanos, quienes la admiraban, atados al suelo bajo sus pies. Usamos el intelecto para cumplir nuestros sueños, “ingenio” es lo que nos ha permitido sobrevivir y lo que seguramente, nos conducirá a nuevos paramos, hermosos, irresistibles.
El cielo y sus astros han inspirado al hombre desde sus orígenes, para escapar, literal y metafóricamente. Las historias sobre seres venidos de otros mundos o exploradores, no muy distintos a nosotros, que se aventuran a develar la intimidad del cielo, nos quitan el aliento. Después de tanto tiempo, en algo nos parecemos a nuestros ascendientes antiguos, quienes musitaban los primeros patrones del lenguaje alrededor de una hoguera, seguimos soñando con conocer el cielo, hacer visibles todas sus incógnitas, a nuestros ojos.
Ya sea forrados en un traje espacial, disparados al horizonte a través de vehículos detalladamente diseñados y a través de las imágenes de una película, la melodía de una canción o las páginas de un libro, pero no logramos resistirnos a la idea de explorar el espacio. Ya sea la imaginación de Julio Verne, las asombrosas imágenes en Space Odyssey o el eco espectral de la guitarra de David Bowie, pero a través de la historia hemos hallado más de una forma de viajar hasta donde nuestra percepción alcanza y empieza el infinito.
Antes de que Neil Armstrong pisara la Luna, los niños del mundo entero ya fantaseaban con flotas estelares, a velocidad ultrasónica, especies diversas y una sociedad unida en misiones a lo recóndito del universo; esos milagros, que todavía hoy son inciertos, invadían la mente e inspiró a una generación de creadores. «El espacio… la última frontera», escuchaban de una voz en off, al abrir un serial televisivo creado por Gene Roddenberry; muy pocas veces ha sido tan atinada una frase. Star Trek precedió la culminación de las misiones Apolo y condujo a cientos de personas a convertirse en científicos, astronautas, especialistas que se integrarían a la NASA. De muchas formas, el mundo imaginario en el que la tripulación de la Enterprise recorría universo, ayudo a conformar el futuro real de la tecnología aeronáutica.
El mundo enteró observó el despegue del cohete que llevaría a los primeros tripulantes humanos con rumbo al satélite que, por millones de años, habían creído inalcanzable. La fascinación por el universo es equivalente al terror que genera y las fantasías que desprende; por ejemplo, la primera vez que visité el océano, escuché una impresionante advertencia. Alguien me dijo: «Las personas no deben entrar al mar por la noche, es cuando el agua se mezcla con el cielo y una persona podría extraviarse, las mareas lo confundirían, podrías acabar nadando entre los planetas». Pensé en eso por algún tiempo, aún lo hago. Descubrí que incluso existía un libro al respecto, escrito por un hombre de una época diferente, hacía mucho tiempo. Pero el nombre se me extravió, lo buscó, paciente. La idea de una persona, a la deriva en la eternidad, me fascinó, cómo estoy seguro podría hacerlo con muchos más. La mera sensación de perderse en los limites es aterradora, pero guarda un cautivador indicio, que hace querer hundirse en las olas, cuando el sol ya se haya extinguido y ver, si en efecto, es posible llegar allá.
Buzz Aldrin y Neil Armstrong son los exploradores de nuestro mundo, el sueño mismo de Marco Polo. Los seres humanos creamos, inventamos, descubrimos y exploramos, será quizá nuestra ambición, nuestra hambre de conocimiento o sólo nuestra naturaleza. Viajar es una necesidad muy profunda, antigua incluso. A través de los movimientos de un lugar a otro obtenemos experiencias, que nos nutren, intelectual y emocionalmente. El recorrido físico no es tan importante como en que se realiza en nuestro interior; que nos transforma. Ir al espacio cambió nuestras expectativas.
Hoy, el segundo hombre en la Luna, insiste en la importancia de seguir explorando el espacio. Los esfuerzos de los expertos aeroespaciales están destinados a nuevos objetivos: la creación de transportes seguros y con precios competitivos, el principio de los viajes comerciales fuera de la atmósfera; el desarrollo de materiales inéditos; operaciones mineras en asteroides y la colonización de otros planetas.
El presente se confunde con el futuro en momentos así, nos es difícil saber dónde acaba el primero y continua el otro. La tecnología avanza a ritmos agigantados, tanto, que es difícil mantenerse informado de las especulaciones y logros, que día a día, se realizan. Es igual que el mar con el cielo, el porvenir con el hoy. Nuestros sueños nos unen, nos alejan de las usuales diferencias que obsesionan a nuestra especie. Con la inmensidad de frente a nosotros, ¿qué importará el color de piel, la raza, las condiciones en que hayamos decidido vivir? Sin embargo, pareciera que para cumplir con nuestra encomiendo de dominar los viajes a través de la galaxia, nos resta redescubrir nuestras obligaciones hacía la naturaleza, de forma responsable. La siguiente presea por alcanzar es la sustentabilidad.
Los retos son apabullantes, pero ya caminamos por la superficie de la luna, no nos rindamos. Mientras logramos llegar, hay muchos desafíos que nos ocupan, aquí en la tierra. Pero les aseguro, llegaremos, un día, el espacio estará abierto a todos nosotros, los días no serán los mismos, la vida será todavía más increíble. Me gustaría que estas palabras se vuelvan proféticas, pero el destino es mejor escritor y cualquier cosa que podamos creer, es solo un pedacito de lo que tiene planeado.
El espacio puede aguardar, lo ha hecho por mucho tiempo. Seamos pacientes, disfrutemos el viaje.
Las personas ven hacía las estrellas por muchas razones, en muchas formas: hay quienes las miran para encontrar a Dios, algunos que lo hacen desde pequeños telescopios, otros desde maquinas potentes, algunos con la esperanza de hallar un OVNI, muchos lo hacen sólo porque les da esperanza. Buzz Aldrin mira a las estrellas con nostalgia. El mundo es solo un grano de arena; ni el camino a la Luna, a Marte o a través de toda la vía láctea se comparan en inmensidad a la existencia.
Arthur C. Clarke dice que por cada hombre que ha vivido luce una estrella en el Universo. Imaginen el día en que cada uno alcance la propia. Aldrin llamó «una magnífica desolación» al espacio, una frase fortuita para un hombre que nunca creyó ser bueno con las palabras, pero es que a veces solo hay que dejar que vengan. Igual que con los misterios del espacio, podrían ser ellos los que nos alcancen primero.
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