Caminaban juntos de la mano, eran las 3:30 de la tarde. Esperaban que el tiempo se detuviera un instante para que la noche no llegara; sabían que el destino les jugaba la truculenta broma de separarlos.
Se llamaban Julieta y Ernesto. Hacía mucho tiempo que se conocían y sin adivinarlo, el amor se convirtió en algo mutuo, la causa de sus risas pero también de su llanto. Cuando eran niños jugaban en el parque del vecindario, se tomaban sus pequeñas manos para olvidar el miedo que les causaba permanecer ahí hasta que la noche caía. Cuando la adolescencia llegó, Julieta se enamoró perdidamente de su maestro de música; cantaba como los mismos ángeles y despertaba en ella aquellos bajos instintos que estaban mal sentir, así lo decía Doña Catalina, su abuela. Ernesto, por su parte, decidía iniciar una carrera que jamás concluiría como deportista. Sin importarle las chicas de su edad, caminaba todas las tardes frente a la casa de Julieta para observar cómo sus ojos se derretían por el profesor.
Cuando ambos cumplieron la mayoría de edad, Doña Catalina murió; un infarto fulminante se llevó sus últimos suspiros. Ernesto fue el único que permaneció a lado de Julieta, la consolaba y le llevaba galletas de lavanda todas las tardes, mientras cantaban y reían al pie de la escalera de una casona vieja y abandonada. Justo en ese momento los flechó cupido, no hubo más deporte, ni profesor de música que interfiriera en aquella pasión desenfrenada que se desencadenaba cada tarde.
Ernesto concluyó sus estudios como médico; Julieta se inclinó por la música y la danza. Ambos se amaban, se notaba al ver cómo sus cuerpos querían estar juntos, como si el molde de uno hubiese servido de ayuda para hacer el del otro, y sonreían y se tocaban, se miraban tiernamente mientras la vida pasaba.
La guerra no conoce de amor, la profesión de Ernesto tampoco. Al caer el invierno, llegaron las malas noticias, él tenía que partir en el cumplimiento de un deber, aquel que había jurado honrar hasta el final de sus días. Julieta le suplicó que huyeran juntos; él se negó a la petición de ella, y preparó una pequeña maleta con lo suficiente para sobrevivir al lugar al que se iría. Tomó a su hermosa esposa por la cintura y le juró ante las estrellas que un día regresaría, para concluir la felicidad que pondrían en pausa. Ella lloraba y le suplicaba que no la dejara. Ernesto la tomó de la mano y caminaron junto bajo la luz del sol, eran las 3:30 de la tarde, sólo faltaban unas horas para que el destino los separara después de todos esos años.
Llegó la noche y llegó también la lluvia; Julieta se conformó con darle un beso largo mientras tocaba su cabello y las lágrimas caían una a una al suelo. Su sollozo se mezclaba con el sonido de la lluvia y los pasos que él daba hacía la puerta. No sabían si volverían a besarse, no sabían si el destino los juntaría de nuevo; lo único que sabían era el dolor que causaba tener que aprender a vivir sin reflejarse en los ojos del otro.
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Ver partir a la persona que amamos puede ser una experiencia muy dolorosa pero también se aprende a vivir con ello, conoce cuáles son las despedidas más tristes de la historia del cine.
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Las fotografías que acompañan al texto pertenecen a Maud Chalard.