Aquella mujer: la última oportunidad de ser feliz para siempre

Texto escrito por: Eric Nepomuceno Él tenía sesenta y cinco años y aparentaba más. Era de una elegancia extrema. Me gustaban sus trajes y sus corbatas. Usaba zapatos con agujetas, siempre pulidos, que siempre parecían recién comprados. Era esmerado en sus gestos, sólo hablaba en voz baja y tenía un humor corrosivo. Era de una

Aquella mujer: la última oportunidad de ser feliz para siempre

1542995091153 las tres estaciones de eric nepomuceno 0 - aquella mujer: la última oportunidad de ser feliz para siempre

Texto escrito por: Eric Nepomuceno

Él tenía sesenta y cinco años y aparentaba más. Era de una elegancia extrema. Me gustaban sus trajes y sus corbatas. Usaba zapatos con agujetas, siempre pulidos, que siempre parecían recién comprados. Era esmerado en sus gestos, sólo hablaba en voz baja y tenía un humor corrosivo. Era de una vanidad discreta y de una generosidad que desbordaba su fragilidad. Le gustaba la música medieval, hablaba de los tiempos de los trovadores, imaginaba delicadas princesas cautivas de amores imposibles. Fumaba cigarros sin filtro y tomaba café fuerte en grandes tazas. Dormía pocas horas por noche. Comía como un pajarito. Tenía un mar de tristeza guardado en los ojos. Hasta su risa era tristísima. Vivía en una soledad inmensa. Creo que fue la persona más solitaria que conocí. Un hombre de campo, de la aridez de los páramos, que desde los dieciséis años vivía cercado de ciudad por todas partes. Eso no hacía sino aumentar su soledad y su silencio.

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Era mayor que mi padre y, como si fuera él, hacía un enorme esfuerzo por protegerme, por proteger a mi mujer y a mi hijo de los males del mundo, de los peligros de la vida. Era un poco miedoso ante las cosas de esta vida y este mundo, pero detestaba sentir miedo y detestaba que lo notaran. Yo lo notaba, claro. Y hacía un enorme esfuerzo por protegerlo de esos mismos males del mundo, de esos mismos peligros de la vida.

La diferencia más evidente es que mi padre lo hacía todo de una manera discreta y silenciosa. Él no: él daba consejos directos, hablaba a mi casa casi dando órdenes para advertirme de peligros y amenazas que sólo él veía.

Era dueño de un alma dilacerada, y con frecuencia se dejaba ofuscar por los fulgores de una angustia ancestral, permanente, arraigada. Yo lo quería como se quiere a un amigo de toda la vida. Ya me había acostumbrado a que me hiciera falta, pero de un tiempo a esta parte me envuelve esa opresión constante de las ausencias más hondas, que el tiempo devuelve cada tanto sin advertencia ni criterio, y entonces mis recuerdos se turban y acabo conviviendo con mis amigos que se fueron y siento su falta como el peso de un sol que de pronto se desplomara y me cayera encima. Pero no quiero hablar de eso ahora.

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Era, sí, un hombre solitario. A veces, en nuestras reuniones semanales, inventaba historias, tramas, personajes. Las historias con frecuencia se alargaban y nuestras reuniones semanales se convertían en una especie de serie, una de esas viejas series de cine de la juventud: un capítulo tras otro.

Debo admitir que nunca supe a ciencia cierta si lo que me contaba de su infancia eran recuerdos o fantasmas inventados para cubrir otros fantasmas.

Un día me contó una historia de amor. Fue la última de las historias que me contó. Duró meses. Fue entonces cuando al fin pude hacerme una idea del tamaño infinito de su soledad.

Me contó que estaba viviendo un amor decisivo, su último gran amor. Una joven de Tucumán, del interior de Argentina, a la que había conocido en Italia cinco años antes. “Estuve con ella muchas veces, cada vez que viajo nos encontramos en los lugares más insólitos e inesperados”, susurró. “La última vez fue cuando estuve en París y Berlín. Ayer le hablé por teléfono. Casi nunca le hablo, porque me hace mucho daño oír su voz. Prefiero las cartas, que no tienen sonido. Pero ayer le llamé. Hablamos casi una hora. Y ya me decidí: voy a dejarlo todo para irme a vivir con ella. Quiero sentir esa felicidad hasta el fin, creo que la vida me debe esa luz”

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Me habló de los ojos claros, del pelo negro, de la delicadeza de la joven. Me contó que le gustaban los cuartetos y quintetos de Mozart, que le gustaban las sinfonías de Brahms –él tenía sus reservas en cuanto a las grandes orquestas, aquellas inmensas formaciones; decía que a esas alturas de su vida lo que en realidad le gustaba era la esencia–, y que hablaban mucho de todas esas cosas.

Me dijo que con aquella joven era feliz. Que, por primera vez en su vida, era feliz. Me lo dijo como quien cuenta cualquier banalidad, pero yo conocía su alma lo suficiente como para entender que lo que decía era la confesión más densa, desesperada y gravosa, y también para entender que era mentira.

Durante tres meses, en nuestras reuniones semanales, no hablamos de otra cosa. Claro que muchas veces nos encontrábamos en casas de amigos, de vez en cuando íbamos a comer y nos hablábamos por teléfono casi todos los días, pero nuestras reuniones del miércoles eran un espacio sagrado. Y en esas reuniones sólo hablábamos de la decisión que había tomado, de lo difícil que sería abandonar toda una vida, de lo que haría con su casa, con sus hijos, con su empleo, y de cómo reuniría dinero y a dónde se iría a vivir con la joven de Tucumán –“Es mucho más joven que yo, también debo tenerlo en cuenta, pero eso no me preocupa mucho.”

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Un día me contó que la joven tenía cuarenta años y que vivía con su madre y una hermana. Cuando empezó el verano, y aquel fue un verano bravo, me informó: “Hablé con ella por teléfono, otra vez. Decidimos que vamos a vivir en Río de Janeiro”. Y entonces dedicamos semanas a planear cómo sería la vida de los dos en Río de Janeiro.

Le conseguí un departamento prestado en la avenida Atlántica: seis meses frente al mar, sin pagar renta. Me dijo que debería tener un teléfono. Le dije que le había conseguido un teléfono.Me dijo que debería tener un coche. Le dije que había conseguido que el vicegobernador le prestara un coche con chofer el primer mes, después veríamos qué hacer. Me dijo que debería tener un empleo que no ocupara mucho tiempo pero que le bastara para vivir. Le dije que le había conseguido un empleo de profesor visitante en la Universidad Federal. Daría dos conferencias de una hora a la semana sobre lo que quisiera –de preferencia literatura latinoamericana–, a cambio de una beca de cuatro mil dólares al mes.

“Eso, más el dinero que tengo, resuelve el problema”, afirmó con una sonrisa. Y los preparativos fueron avanzando, fuimos dándole la vuelta a los problemas.

En una de nuestras reuniones me contó que había hablado con dos de sus hijos, que lo habían entendido todo y que le aseguraban que estaban dispuestos a ayudarlo. “Va a ser difícil hablar con mi mujer, pero ya sabes: la decisión está tomada, no voy a dar marcha atrás. Tengo derecho a esa felicidad.”

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Quince días más tarde, apareció enormemente feliz: “Conseguí una licencia de un año con goce de sueldo. Estoy listo”. Entonces fijamos la fecha: yo necesitaba tenerla clara para hablar con el dueño del departamento, la compañía telefónica, el vicegobernador y el rector de la Universidad Federal. “El quince de septiembre”, me dijo. Le comenté que ese día cumplía años mi hermano y que en esa época del año el clima de Río solía ser agradable.

Hablamos incluso de la aerolínea, de los horarios de los vuelos: él quería llegar al aeropuerto de Río de Janeiro a la misma hora que la joven de Tucumán, decía que ya no quería vivir ninguna espera, que por fin volaría hacia esa felicidad última que la vida le debía desde siempre. Le pregunté si quería que mi hermano fuera a recogerlo al aeropuerto. Me dijo que sí, pero después cambió de opinión: quería empezar su nueva vida así, solos los dos frente a lo desconocido de la vida. 

Ese año, el 15 de septiembre caía en miércoles, el día de nuestra reunión semanal. Acordamos comer tarde, después de comer lo acompañaría al aeropuerto.

Fui más puntual que nunca. Cuando llegué al restaurante, él estaba sentado solo, esperándome.

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Tenía puesto un viejo saco de tweed oscuro, la camisa sin corbata, el cuello abierto con cierto descuido, una barba de días salpicada por la cara gris y flaca, y estaba despeinado. Llevaba lentes de sol y se estaba tomando una limonada. El pequeño cenicero estaba cubierto de colillas de cigarros sin filtro, sus Pall Mall preferidos. Le pregunté si estaba ahí desde hacía mucho. “Llegué temprano”, murmuró. “Hace una hora y media, más o menos. En realidad, ni me fijé.” 

Y se hundió en el silencio. No pregunté nada. Después de un rato, pedimos comida. Sólo quiso una sopa y un omelet. Cuando llegó el café, me contó:

–Le hablé el lunes en la noche. Todo estaba bien. Sólo quería volver a confirmar a qué hora llegaba su vuelo de Buenos Aires. Y entonces me dijo que no podía. Que no quería lastimarme, pero que no podía. Que había pasado noches sin dormir para llegar a esa conclusión. Que no quería lastimarme. Lo dijo un montón de veces. Pero que no podía.

Le pregunté qué había dicho él. Se quedó mirando al mantel, sus manos en el mantel, el cenicero en el mantel, el vaso vacío, y me contó:

“Le dije que lo entendía. Que no había problema. Que se cuidara, que no se preocupara por mí. Pobrecita. Estaba muy triste. Estaba derrotada. Pobrecita”.

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Poco después nos levantamos. Se despidió de mí en la calle. No quiso que lo llevara a su casa. Me dijo que tenía que resolver algunos asuntos urgentes. Y se fue caminando bajo el sol del fin de la tarde. Me quedé ahí viendo alejarse a mi amigo con el cuerpo ligeramente encorvado, cargando todo el peso de una tristeza más grande que la felicidad que le debía la vida.

Esa fue la última historia que me contó. Seguimos viéndonos, seguimos con nuestras charlas, pero nunca volvimos a mencionar a la joven de Tucumán, su novia postrera, su última oportunidad de ser feliz para siempre.

Encuentra éste y muchos más grandes cuentos en el libro Las tres estaciones de Eric Nepomuceno, para que conozcas a éste maravilloso narrador brasileño, traducido por Paula Abramo y publicado en México por Editorial Almadía.

Descubre también los poemas de Pablo Albornoz que te hará entender la soledad y los cuentos que debes leer si no puedes superar el desamor

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