Arturo, el hombrecillo de los dulces

Ciudad de México, 2008 Pintura de Pedro Mantecón P. –Como alguna vez escribió el Conde de Lautréamont– dijo el hombre que se encontraba enfurecido –Adolescente, perdóneme; éste que se encuentra frente a tu noble y sagrado rostro es el mismo que acaba de romper tus huesos y desgarrar esa carne que cuelga de diversos sitios

Arturo

Ciudad de México, 2008

Cuento - arturo, el hombrecillo de los dulcesPintura de Pedro Mantecón P.

–Como alguna vez escribió el Conde de Lautréamont– dijo el hombre que se encontraba enfurecido –Adolescente, perdóneme; éste que se encuentra frente a tu noble y sagrado rostro es el mismo que acaba de romper tus huesos y desgarrar esa carne que cuelga de diversos sitios de tu cuerpo– e hizo una pausa para tomar un trago del vaso con agua, manchándolo con la poca sangre que aún tenían sus dedos.

–¿Es acaso un delirio de mi razón enferma, es acaso un instinto que se escapa al control de mi razonamiento lo que me ha impulsado a cometer este crimen?– y, obviamente, el joven no respondió a su pregunta sin sentido. No podía, el agotamiento que le había causado tal tortura lo había dejado agonizando, muriendo lentamente.

–Algunos han muerto antes de que haya mencionado esas palabras, pero tú no, tú aguantaste hasta el final… Fantástico– dijo con un tono alegre aquel fenómeno que gozaba cada instante. –Y con todo yo he sufrido a la par de mi víctima. Adolescente, perdóname– susurró una vez que el muchacho había muerto y se echó a llorar con tristeza y dolor, como si él no hubiese sido actor sino víctima.

Después, cuando tiró la ropa del difunto al fuego, ya había pasado un buen tiempo y el cuerpo ya estaba absolutamente quemado en aquella hoguera donde también producía gran parte de sus dulces. Empezó a llorar de nuevo, y mejor sacó un cigarro y lo colocó en su boca; no lo prendió, sino que lo dejó ahí para distraer sus ideas enfermas.

Hubo silencio y así fue hasta que, tenuemente, sonó el teléfono de la casa y él lo escuchó hasta donde se encontraba, hasta el sótano; y tuvo que subir a contestar dejando todo rápidamente, volviendo a su vida de mentiras, a su nefasto teatro. Escaleras arriba, abrió la reja y la puerta de madera sin ponerles llave, entró a la sala cruzándola rápidamente y llegó hasta el teléfono del pasillo que daba a la cocina.

­–¿Sí?– dijo levantando la bocina inmediatamente.  

–Ha… Ha pasado algo señor… Tenemos un problema en la tienda, quiero decir…– replicó la voz que salía del teléfono y que no terminó lo que decía.

–Dime qué es lo que pasa– respondió con calma, interrumpiéndolo.

–¡Han asaltado la tienda! Dos hombres han entrado y se han llevado todo el dinero de la caja ¡Nos han robado todo el efectivo!– dijo asustado.

 –Voy para allá, no tardaré; de camino le marcaré a mi madre para informarle lo sucedido– dijo calmado y después colgó el teléfono. Fue una llamada corta y él no dio pie a que le dieran detalles pues no los quería. Nunca le había importado la dulcería desde que su padre se la heredó, incluso aún siendo él quien había abierto dos tiendas más en el norte de la ciudad, él quien creció el negocio para mantener a su madre y a su hermana menor, las cuales nunca habían sido buenas para hacer nada.

Tras no poder evitar el tránsito automovilístico, no pudo llegar con la rapidez que le había confirmado a su empleado; tan sólo quería acabar con eso, en esos momentos le importaba una mierda lo que le había pasado a una de sus cuatro dulcerías. Sólo en esa se vendían los dulces artesanales que él elaboraba, pese a que las otras se habían convertido en grandes surtidoras de cajas de dulces para abastecer tiendas, farmacias, restaurantes y uno que otro supermercado, tan sólo vendiendo a mayoreo.

–Perdonen mi demora, el tráfico me ha caído encima– y fue lo primero que dijo una vez adentro de la primera tienda, la única que él llevaba personalmente, la que había fundado su padre en los sesenta. Todo parecía estar en orden. Ese tipo de asaltos pasaban repetidamente en el año porque no se encontraba en una zona muy amistosa de la Ciudad de México.

–No se preocupe, señor, ya vino la policía y le hemos dado nuestro reporte, ya hemos testificado… Al seguro no hemos llamado, ya que la tienda se encuentra intacta y sólo se han llevado el efectivo que estaba en ca-ca-caja– y tartamudeó al final el empleado.

–Bueno, entonces se podría decir que he venido en vano. Será mejor que todos se vayan a casa, yo me encargo de cerrar la caja y cerrar la tienda– dijo sin emoción alguna. Ya no había ningún cliente, la ciudad parecía estar muerta.

Los empleados se fueron; Arturo se quedó solo. Terminó con cierto papeleo, vio el video de la cámara, contó las ventas del día para saber cuánto les habían robado y regresó a su casa, de vuelta a donde la maldad se había quedado.

Cuando llegó, bajó directamente al sótano porque era necesario deshacerse de toda la evidencia restante. Sabía que no tardaría mucho, ya que con el tiempo había adquirido cierta rutina en el procedimiento de esconder sus crímenes. Después de acabar con todo, guardó un silencio glacial y penetró con sus uñas su pecho, con fuerza y haciendo que hilillos de sangre escurrieran lentamente por su cuerpo. Pensó que no había nada tan agradable como la sangre de uno mismo; pensó eso mientras precipitó sus manos a su sexo y empezó a jugar con él bruscamente. También hundió sus uñas, pero no de esa forma tan ruda, en aquella parte de su cuerpo.

Por fin acabó con todo y se puso la ropa para ir a la cocina a buscar algo que comer. Se encontraba hambriento. De camino, tomó el teléfono inalámbrico que estaba en el pasillo, tecleando los números de memoria. Abrió el refrigerador y fue sacando algunas cosas. 

–Arturo… ¿Eres tú?– dijo una mujer al otro lado de la bocina.

–Sí, soy yo– contestó él muy serio, muy pausado.

–¿Por qué te has tardado tanto si eres tú el que me ha llamado?– le preguntó la mujer.

–No sé… Ven para acá, te conviene–  dijo colgando la bocina y rebanó un poco de jitomate que puso en el plato.

En su juventud habían hecho un pacto aquellos dos. Él la iluminaba, como ellos lo llamaban, y ella no le cobraba el sexo. Ella siempre salía ganando ya que, además de que rara vez tenían sexo, al salir por la mañana de la casa él le daba entre mil y dos mil pesos dependiendo su humor y su billetera. A su forma, aquellos dos se habían tomado cierto cariño. Se veían dos o tres veces al mes, hablaban poco pero se habían conocido a fondo sin tantas palabras, con los años y las formas. 

No tardó mucho en llegar, pero cuando lo hizo él ya había comido e incluso se había lavado, por cuarta vez, los dientes. Cogió la bocina del timbre inalámbrico y escuchó lo que pasaba en la calle: vengo a ver al hombrecillo de los dulces. Y así abrió la puerta de entrada con un botón y atendió la puerta de la casa, dejándola entre abierta para después regresar a la sala, tomar media pastilla de Citrato de sildenafilo y esperarla sentado. 

–Te tomaré un poco de vino primero– sin saludarlo, le dijo ella en cuanto lo encontró en su sala. No tardó la mujer en acabarse su copa de vino y todavía no estaban listos, así que prendió un cigarro que también fumó con una velocidad olímpica.

–Regálame uno­– dijo Arturo con su desasosiego clásico, muy lento y muy serio.

–Pero si tú ya no fumabas… De hecho se me hizo raro que me llamaras tan tarde– le respondió la prostituta, con tono de reproche.

–Hoy sí, hoy es un día especial en el que me despido de todo, de ti, de mamá, de Gabriel, de la dulcería y de los otros, los que ya no existen– y así consiguió su cigarro.

Ella no dijo nada (Gabriel era el chico que había torturado, violado y matado por la mañana pero eso, por su puesto, ella no lo sabía y pensó que se refería a algún hermano o primo o alguien que no conocía).

–Aquí tienes la jeringa, ya está lista– y se paró para poner algo de música.

–Ya sabes que prefiero que tú me inyectes– dijo la prostituta con un tono seductor, mirándolo a los ojos antes de que él se marchara al otro extremo de la sala, donde había colocado el estéreo y las bocinas del iPod.

Arturo puso la música y regresó a donde estaba para inyectar a Michel, así la llamaba aunque ella ya le había dicho su nombre real anteriormente, cosa que a él no le importó y se quedó con el primer nombre que le había dicho, muchos años antes. Al terminar dejó la jeringa a un lado y se le quedó viendo profundamente, le gustaba cuando ella estaba en éxtasis, pasmada, le parecía más espiritual que incluso muchas religiones.

No tardó en hacerle efecto la heroína. Empezó a tocarla: el estómago, los brazos, piernas y ombligo. Con dificultad le fue quitando parte de su ropa. Se hincó en el suelo y agachó la espalda y la cabeza, estuvo ahí moviendo la lengua en círculos hasta que, en su lugar, dejó sus dedos; primero como ya lo hacía, en círculos para la izquierda y después dentro y fuera, tan rápido y maniáticamente como pudo, buscando lastimarla.

Aunque estuvo un buen rato, se cansó porque la tarea se volvió pesada, se paró y se fue de ahí como si nada. Y cuando volvió, casi minuto y medio después, la observó unos instantes antes de soltar el primer disparo…

–¡Adiós! Una vez más, ¡adiós!– dijo antes de soltar el segundo que entró entre la carne viva del pecho, donde había impactado el primero. Soltando el arma al suelo, el hombre empezó a desvestirse, y una vez que ya estaba desnudo, se acercó mucho al cadáver, penetrándolo, suspirándole palabras que no existen, ruidos, y sus ideas sin sentido que corrían con locura y violencia. Ya era muy tarde y desde hace seis años que no se encontraba despierto hasta esas horas de la madrugada.

Por la mañana no se tomó la molestia de recoger el cadáver; tampoco se limpió la sangre con la que, inevitablemente, al penetrar una u otra vez a lo que quedaba de Michel, se había manchado. Como había dormido en la casa con ella se fue directo al baño de visitas, orinó en el lavabo porque le quedaba más cómodo y más fácil. Se preparó un café y puso a tostar un pan. Cargó nuevamente el revólver y lo colocó en su cabeza…

Es acaso un delirio de mi razón enferma, es acaso un delirio que se escapa al control de mi razonamiento lo que me ha impulsado a cometer este crimen, pensó por última vez. El pan salió del tostador y esperó por semanas hasta que la policía recogiera todo en la escena del crimen.

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