Pintura por Enrique Argote
Se encontraba de nuevo envuelto bajo las redes del mundo y su nombre ya se oía en las bocas del público. Las manos le sudaban y ayudaban a sacar la melodía de su cuerpo; sus dedos y su mente comprendían a los ritmos primitivos, aquellos que se agitan en el corazón del hombre, recorriendo lentamente la piel de una manera sensible, agradable, tras la expulsión de aire que culmina en el estallido acelerado de un chillido exorbitante, casi intolerable pero perfecto con el sistema de la melodía, deslizante como fantasma.
¡Ruido! El suyo…
El que hacía con la trompeta.
No imagino cómo, pero así tiraba a la basura el tiempo y el espacio. En el centro del escenario le salían los instintos verdaderos, señales como respuestas a su incapacidad para comprender la mayoría de las cosas que le rodean. Mientras yo escuchaba su melodía, él me hacía creer en todos los encantos, magias escondidas, en la existencia de repúblicas sin historia y en las revoluciones de costumbres.
En esos momentos, recuerdo, me olvidé todo, las deudas monetarias e incluso a la familia, olvidé mi destino indescifrable, mi recuerdo del pasado y mi futura muerte.
Así sonaba su trompeta, desconociendo al cielo pero haciendo evidente su existencia…