Aún lo miro caminando a mi lado.
Un fantasma que intento ignorar.
Una sombra que me abraza por las noches hablándome de ti. Evito escucharla y pienso que un día desaparecerá. Que el ruido blanco se irá y en su lugar aparecerá una calma constante hasta que otro tipo de explosión llegue.
Pero no pasará.
Estoy entumecido hasta los huesos y sé que tu también.
Escucho al fantasma recordarme tu paz. Los cosquilleos leves que aparecían al mirarnos o al chocar nuestros labios. Me habla sobre tardes adolescentes de caricias y sueños, de tiempos que parecen cercanos, pero que no volverán. Me siento frustrado y quiero gritar. Decirle a la sombra que recuerde tus labios secos, miradas indiferentes y el tiempo que desapareciste. De cuando me dijiste que era momento de terminar. De los segundos en que deseé que aún me amaras.
Nunca lo dijiste.
¿Por qué parecía dolerte tanto?
Tu voz se cortaba en cada palabra. “Ya… no… puedo…”
Pero tú eras la que estaba harta. No deseabas continuar. Te sentías incómoda, buscabas escapar una vez más e ignorar que yo estaba ahí, esperando, mordiendo tu cuello imaginario a las dos de la mañana. La tarde parecía arreglarse como una toma de película. El naranja del atardecer cubría partes desiguales de nuestros cuerpos. Las manos que antes jugaban con mi rostro buscaban contacto y yo me sentía indefenso.
No pude llorar.
“Ella se murió de amor a las 3 A.M”, decía la frase, mientras me recostaba en el frío de mi habitación y el humo del cigarro empataba con mis ideas. Pero no fue así. Ni yo tampoco lo hice. De pronto todos los libros comenzaban a hablarme. Entre las líneas que leía, el fantasma se asomaba. “Aquí está. Aquí también. En este párrafo puede estar. ¿Acaso no la extrañas?” A veces quisiera no hacerlo. Desearía explotar por dentro y expulsarte en una catarsis inmediata. ¿Por qué me abrazaste en ese momento? Insististe en que no me fuera. En que no desapareciera. ¿No era eso lo que querías?
Ya me acostumbré al espíritu. Lo odio. Me susurra tus palabras extintas una y otra vez. Su figura oscura me rodea y me impide dormir. Intento hablar con él. Convencerlo de que estoy bien. Que mejoraré. Que te olvidaré. Pero me rasga los ojos y me grita al oído. Se inserta en mi mente y la perturba hasta que finalmente colapsa… y en un desmayo me lleva a dormir. Al día siguiente la historia se repite. Añoro la noche en que finalmente entienda que no vas a volver. Se parece tanto a ti. Tiene la misma voz indiferente con tintes de ansiedad, entre su sombra se asoman tus ojos de sospecha, las ojeras que vi nacer en tu rostro y tu invencible necedad.
Llegué a pensar que debí escucharlo. Que llamarte solucionaría todo.
Tuve fantasías de encontrarte cruzando calles en las que solíamos caminar. Te mostrarías sorprendida, me tomarías de nuevo en brazos como en los primeros años de conocernos. Me sentiría obligado a invitarte un café –a pesar de que nunca adquirí el gusto– y entre la plática, tu mirada me diría que volverías. Que también te hablaba un fantasma con ojos parecidos a los míos y te insistía con la agilidad verbal que siempre me atribuías. Yo –por supuesto– no tardaría en sonreír y sostener el llanto para no mostrar la vulnerabilidad de la que siempre te aprovechaste.
¿Debí hacerlo? O, ¿me enfrentaría de nuevo a la prisión de indiferencia y arrogancia a la que me sometiste meses antes de que pudieses admitir que no podías seguir adelante?
Mi piel parece más sensible y el aire un poco más ligero. Esperaba lágrimas en octubre y llegaron hasta marzo. Te imagino distraída en tu habitación realizando distintas tareas. Tu mente divaga entre tus proyectos y las citas amistosas que concretaste en días anteriores. Tienes puesta una pijama improvisada y escuchas música desde un iPod que te rehusas a desechar. En las canciones escuchas murmullos que te llevan a un cielo personal que nunca conocí hasta que alguna línea te recuerda una tarde de mayo. Teníamos 17.
Dudabas de mi, de hecho, nunca estuviste segura.
Fue el día que notamos que, juntos, el resto del mundo parecía un espectáculo. Todo estaba ahí, como si estuviera hecho para nosotros. La gente parecía actuar y crear la historia perfecta a nuestro alrededor.
Te veo sonreír y soltar un respiro melancólico que hace que tus ojos miren hacia el piso.
Estoy seguro de que ya conociste a mi fantasma.
Aunque no me hables y no me escribas, sé que todas las noches piensas en mí.
Puedo verlo. Esa parte de mí que te robaste aquella tarde sigue contigo. Lo veo explorar tu habitación mirando las fotografías de nosotros que aún no te atreves a guardar o tirar. Te hace sentir culpa y te insiste en que vengas. Es idéntico al tuyo.
Te hace cubrirte los oídos hasta que duermas de nuevo. Sé que lo odias. Discúlpalo, por favor.
Al igual que yo, lo ignorarás y esperarás a que su voz se apague y un día se vaya.
Te prometo que se irá. Ambos nos abandonarán simulando nuestra ruptura. Pienso en que se reunirán y se esfumarán juntos en el pasado. Se llevarán todo lo que fuimos y esto acabará.
Esta noche no odio a tu fantasma. Su nariz es casi inexistente y se ve más débil que otros días.
Ahora puedo mirarlo de frente y recostarme junto a él. Lo beso y le pongo unas cuantas canciones. Probablemente serán mis últimas horas contigo.
Mi sombra se recuesta contigo y mira las aves que aún cuelgan del techo de tu habitación.
Me dijiste que un día nos encontraríamos.
Quizás este es el momento.