Se puede vivir la inmensidad del Universo en un amanecer

¿Qué tan lejos tenemos que ir para darnos cuenta de que somos insignificantes? Existe un momento preciso en la vida en el que nos damos cuenta de que la enormidad del Universo, por abrumadora que nos parezca, también es perfecta. Justo ese momento es el que describe Chizo en el siguiente cuento. COMBUSTIÓN ESPONTÁNEA En

Se puede vivir la inmensidad del Universo en un amanecer

¿Qué tan lejos tenemos que ir para darnos cuenta de que somos insignificantes? Existe un momento preciso en la vida en el que nos damos cuenta de que la enormidad del Universo, por abrumadora que nos parezca, también es perfecta. Justo ese momento es el que describe Chizo en el siguiente cuento.

COMBUSTIÓN ESPONTÁNEA

En esta vida hay momentos, pequeños momentos, que nos enseñan por qué estamos aquí. Ahí están, escondidos en las cosas, en las personas, en los lugares. Son tesoros personales.

 

Aquella madrugada de diciembre a 3 mil metros de altura el frío estriñe cualquier voluntad. El vaho me estremece los puños, y con un excesivo esfuerzo de control mental mantengo la calma y regulo la respiración para bañar de aire cálido mis pulmones; es la única manera de evitar un ataque de frío que me ponga en las peores condiciones y me impida subir los mil metros restantes para hacer la cima. Me alisto con la linterna en la cabeza y hago unos cuantos ejercicios de calistenia para preparar los músculos. Sé que cualquier esfuerzo es vano si no logras llegar con el suficiente ánimo hasta el final. El camino empieza, la noche es oscura y sé que en un par de horas el alba nos sorprenderá; más nos vale estar en la cima a esa hora. Los momentos más iluminadores siempre son precedidos de una profunda oscuridad. Eso me ha enseñado el camino.

 

Después de los primeros 200 metros entramos al último tramo rocoso, el aire corta en la cara, el cielo a esa altura es imponente, las estrellas se ven más grandes porque están más cerca. El firmamento es hermoso.

 

El camino no permite avanzar a más de uno, un paso en falso sería fatal, una distracción puede costar la vida, no exagero. Así que hacemos fila y paso a paso ascendemos. Un pie, el otro, la luz, tu respiración, el frío, la noche, el aire gélido, tu equilibrio. Todos los recuerdos de vida, el cuerpo se prepara por mecanismo de defensa en el ritual de hacer una remembranza, supongo que es sabio por naturaleza.

 

Son casi las cinco de la mañana y logramos llegar a la cima. Dicen que la hora más oscura es la que está justo antes del amanecer, lo compruebo. La cima nunca es como la imaginas, es entonces que entiendes la metáfora de la vida. Se aclara tu mente. Me desentiendo del grupo. Paseo por las orillas de los canales que dan contorno al volcán, busco soledad. Esa persistente y extraña simpatía que tengo por la soledad. Y es que ahí me encuentro siempre, soy ineludible.

 

Pasadas las cinco y media deduzco por dónde se asomará el sol. Hay un grupo arremolinado en un extremo del volcán, camino hacia ellos. El cansancio hace lo suyo, empieza a pesar. El frío persiste. Intento sentarme en alguna roca y descansar, no puedo. Si me quedo quieto me congelo. Camino de un lado a otro, no paro. La gente murmura, algunos toman agua. Y así como así, sin aviso, el primer rayo de luz se asoma a lo lejos. Todos se callan, hay un encantamiento hipnótico. En menos de cinco minutos el paisaje nos cambia, las estrellas se han escondido y nos dejan ver lo alto que estamos; no se divisa nada más que los picos de otros volcanes a lo lejos. Aquello no tiene nombre, existe para que lo bautices porque está hecho de magia. Y entonces sucede, se descubre lo que estaba escondido, el tesoro te es dado y lo recibes. ¿Que cómo lo descubres? Sencillo. Vas a sentirlo, es como una cerilla incendiándose dentro de la caja de las demás cerillas.

Arder es inevitable.

 

De ahí en adelante, lo demás no se puede explicar, son sólo sensaciones. El alma se compone, todo lo roto vuelve a unirse por un instante. Comprendo lo pequeño que soy y me invade un infinito sentimiento de grandeza. ¡Qué paradójico!

 

Me golpean unas inconmensurables ganas de llorar. Veo el piso bordado de lana sobre mí, las nubes son esplendorosas, están a mis pies, se ven tan firmes que dan ganas de salir a pasear. El Universo está resuelto, no hay nada más que quiera vivir. La perfección me sobrepasa.

 

Nunca había sentido con tanto ahínco estas hermosas ganas de dejar de existir.

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La soledad es el momento en el que descubrimos que no estamos realmente solos. El ruido y vertiginoso ritmo en el que vivimos a veces nos ahoga tanto que olvidamos vivir el presente, por esa razón te compartimos las 6 lecciones espirituales que aprenderás del aquí y el ahora.

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