En lo más profundo del bosque alemán, me encontraba desnudo. Ocho chicos adolescentes en sudaderas rojas con capucha se aproximaron en silencio. Uno de ellos expuso algo desde las sombras de la madrugada: mis pantalones, mi camisa, mi chaqueta de cuero. Entonces los chicos y yo formamos una pandilla de motociclistas sin motocicleta. Yo quería nombrar a nuestra pandilla “Los Lobos”, pero después pensé en los coyotes, en que son los caninos que más migran y en cómo recorren todos los Estados Unidos contiguos siguiendo las vías del ferrocarril. Asimismo, nuestra pandilla de motociclistas sin moto seguía senderos olvidados y oxidadas vías férreas para deslizarse a través de los profundos bosques al Este de Alemania y en lo más profundo de Baviera. Robábamos gallinas de corrales, calzoncillos de tendederos, pan de alféizares y, de vez en cuando, alguna tarta puesta al fresco. Existíamos como un terror silencioso, percibido, pero nunca visto por los civiles, obreros endurecidos que viven y trabajan fuera del bosque.
Le asigné un nombre a cada miembro de Los Coyotes, aunque los nombres no tenían nada que ver con las características físicas ni emocionales de los chicos; todos lucían y actuaban idéntico. Como es de esperar, me confundía los nombres y uno podía ser, sin problema, otro: estaba Perro Rabioso, estaba Motero, Furtivo Pete y Lou sin Ley, estaba Miguel Corcel, estaba el Predicador, Mordedura de Serpiente y, por supuesto, La Daga. Pues sí, lo hice, les di nombre a todos. Tal como el primer hombre que al arrastrarse fuera de la oquedad de una roca, sondeó el mundo e inventó la palabra “Dios”. Los nombré porque tenía miedo.
Durante el día dormíamos en madrigueras al costado de peñascos. Cuando encontrábamos un lugar propicio, dos de los chicos usaban piedras atadas a ramas con las que escarbaban la tierra, la aflojaban lo suficiente para que otros dos chicos pudieran agazaparse y recogerla en la cuenca de sus manos, después la echaban en los brazos cruzados de otros dos chicos sentados en cuclillas detrás, estos la depositaban en una canasta tejida con ramas pequeñas e hilaza, un séptimo chico caminaba con la canasta llena de tierra, piedrecillas, milpiés y cochinillas hasta el claro más cercano y vertía el contenido en el suelo, formando un círculo enorme. El último de los chicos se aseguraba de que el círculo fuera perfecto, caminaba su circunferencia y lo aplanaba con el pie calzado. Enseguida se apresuraban a entretejer una trama hecha de ramas que cubría el perímetro de la madriguera a un ángulo de casi 45 grados y la fijaban al peñasco adyacente. Sobre este esqueleto cosían una lona improvisada con corteza y musgo recién desraizado. Estas madrigueras podían albergar a uno o tal vez dos Coyotes para un descanso tranquilo, pero según lo recuerdo, la totalidad de mis ocho chicos dormían ahí a la vez, sin ningún percance.
Durante el día yo no dormía, hacía guardia sobre la madriguera y, en el límite entre el sueño y la alerta, consideraba los colores del bosque a la luz del día, todos los anaranjados, rojos, verdes y cafés, los amarillos y los grises, todas las voces, los ecos, los murmullos de aquello que aprendí en clase de ciencias, las redes de clorofila, pulsos de bolsas de células y juncos de esporas a punto de salir disparados en pánico desde casa, empujando, jalando, cayendo, brotando maniacas hasta el infinito, aunque no me gustara, aunque no las viera. Me quedaba ahí, día tras día, mientras los chicos dormían en medio de la vorágine en una zanja cubierta de musgo y corteza, en el desgastado tacón de mi bota de motociclista.
Nos movíamos de noche, recorríamos kilómetros a través de los bosques llanos y accidentados de Alemania e incluso cruzamos a Polonia y a Austria sin darnos cuenta. La fronteras son siempre un concepto, sobre todo en el espesor de la noche, sobre todo para una pandilla de motociclistas sin motocicleta… Algunas noches nos topábamos con algún cementerio, un mosaico de tumbas en el perímetro del bosque. Cuando lo encontrábamos, hacíamos una pausa, recobrábamos el aliento, nos echábamos sobre las tumbas y los mausoleos, engullíamos las nueces y moras que habíamos recogido esa misma tarde. Fue en uno de estos cementerios en que el primero de los chicos encontró la muerte.
Mientras yo descansaba recostado en una de las sepulturas, absorbiendo la luz de la luna, los otros llevaban a cabo un concurso para ver quién podía saltar y despejar una fila de tumbas. Tres de los chicos habían triunfado, y ahora Motero iba en pleno vuelo cuando el sepulturero, que debió ver la capucha roja de Motero a la distancia, le disparó con un rifle y le abrió un hoyo en el pecho como si se tratara de un ganso salvaje. Aún con todo el horror, debí admitir que el sepulturero era un estupendo tirador. El sepulturero gritaba “¡Niños fantasma! ¡Terroristas!” mientras continuaba arremetiendo tiros con su rifle.
En silencio, el resto de los chicos y yo nos precipitamos sobre los picos de la verja de hierro hasta refugiarnos en el bosque. Me di vuelta para maldecir al sepulturero y pude ver a Miguel Corcel pendiendo de su pantalón en una de las puntas de la verja. El sepulturero aprovechó de su tiro limpio y la cabeza volteada al piso del chico desapareció. El terror me consumía, pero al mismo tiempo contemplaba la poesía de morir en un cementerio.
La muerte me persuadía a dejar la vida de vagabundo y sentar cabeza. Encontré el tronco de un árbol colosal a la orilla de un río. A su lado había una cueva, la entrada estaba sostenida por una rama. Aunque nunca hubiera estado ahí, sentí gran familiaridad con el lugar, había ecos en mi mente de una vida pasada debajo de este árbol caído y al lado de esta cueva. Fue entonces que mis ocho Coyotes fallecidos se materializaron fuera de la cueva. Cada uno vestido con su sudadera roja con capucha, tal como los recordaba. Pero algo era diferente, algo que por alguna extraña razón no había notado de inmediato: todos tenían mi cara. O al menos así me lo parecía; sus caras no dejaban de enfocarse y desenfocarse como si los viera a través del lente sucio de una cámara.
Igual que en el pasado, mis Coyotes seguían taciturnos. Rara vez tenían algo que decirme y me seguían a donde fuera sin protesta. Se movían como una unidad, cumpliendo cada uno de mis deseos, con frecuencia antes de que los anunciara, a veces antes de darme cuenta que esos eran mis deseos. Y en los momentos en que despreciaba su compañía y deseaba que estuvieran lejos, ellos sentían las vibraciones de mi decepción y subsecuente repulsión hacia la humanidad —los chicos estaban más allá de la humanidad pero tenían aspecto humano— mis Coyotes se esfumaban sin que yo tuviera que decir “¡piérdanse!”. En otras ocasiones se desvanecían, se evaporaban en el fino aire de una tarde despejada o desaparecían tras la escurridiza niebla del alba. Pero sabía que siempre estaban ahí y yo estaba muy bien con ellos. Era el Mesías Inverso: mis apóstoles murieron y resucitaron mientras que yo siempre estuve vivo.
Aunque permanecí vivo, nunca tuve tiempo para nada. Pero nunca tuvimos mucho tiempo de cualquier manera, ¿o sí? Nosotros, los vagabundos, los poetas, es todo lo mismo. Tomamos lo que podemos del crepúsculo salpicado de rosa y de verde de la Selva Negra, en el penoso ocaso del día por venir, en los frívolos primeros alientos después del orgasmo, exhausto hasta los huesos, sin poder morir, alimento de fantasmas. Aquí vive el vagabundo, el poeta, todo lo mismo. “Este es el sinuoso camino que he elegido”, me dije un día. “Hablas como si importara lo que piensas”, dijo uno de los niños fantasma, su boca brotó desde la neblina para luego sumergirse en lo recóndito del dosel forestal, y luego en la nada.
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Semblanza de Jason Napoli Brooks
El trabajo de Brooks ha aparecido en varias publicaciones, incluidas Bomb, Asymptote y Ninth Letter. Un extracto de su novela Shelter recibió el Premio Chapbook de The New School a la mejor obra de ficción en el 2006. Es el autor del zine de crimen serial Cock of the Walk.
Su obra multimedia Soundstage, escrita en colaboración con Rob Roth, está siendo producida por Here Arts en Nueva York y será protagonizada por Rebecca Hall. Jason Napoli Brooks vive en Nueva York, donde trabaja en una nueva novela titulada Santa Muerte.
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Las fotografías que acompañan al texto pertenecen a Bryan Durushia.