Cuando miro el humo del cigarrillo pasearse por mi rostro y pruebo lo salado de mis lágrimas, parece que aún escucho ese par de risas que, hasta hace algunos años me llenaban la vida. Algunos dicen que el tiempo ayuda a curar las heridas, yo creo que ese pensamiento es errado cuando de amor se trata.
Conocí a Alberto cuatro años después de mi divorcio, mi corazón aun se encontraba herido no solo por la separación, si no por esa ardua labor de criar dos niñas sola. Nos enamoramos como locos, entonces sentía que mi corazón se merecía una segunda oportunidad, de modo que Alberto y yo, después de varios meses saliendo juntos, decidimos empezar una vida como familia: mis dos hijas, él y yo. Nos mudamos a una casita pequeña pero de muy buen gusto, con uno que otro detalle que poco a poco fuimos mejorando. La cocina era pequeña, la sala y comedor un mismo espacio; dos recamaras, una para las niñas y la otra para Alberto y yo, un rincón pequeño pero tan lleno de amor. Teníamos un gato y dos peces como mascotas, no había espacio para más.
Alberto jamás quiso tener un hijo propio, decía que mis hijas llenaban ese hueco. Que era muy caro, que habría que empezar de nuevo; que si los pañales, que si volver a criar es un lío. La verdad yo tampoco insistí mucho, muy en el fondo sabía que en todo tenía razón. Él se llevaba muy bien con las niñas, ambas lo aceptaban y aunque no vieron en Alberto una figura paterna, si vieron la de un amigo, un hombre en el que podían confiar. Yo, la verdad estaba muy contenta con el hecho de haber tenido la familia que siempre soñé, y disfrutaba de verlos vivir felices y compartirlo todo.
Toda esa felicidad se acabó una mañana de miércoles; desperté a mis hijas y salí al trabajo como todos los días, confiada por que Alberto se encargaba de llevarlas al colegio, peinarlas y darles el desayuno. Esa noche, cuando llegué a la casa vacía y me percaté que nadie había estado allí desde el momento en que me había marchado horas antes, comenzó la más tortuosa pesadilla de mi vida. Comencé a buscarlos por todas partes, con la familia de Alberto, con las amigas de las niñas, en la escuela, por el vecindario; recorrí hasta el amanecer la ciudad entera. No había pista de ellos por ningún lado, mi corazón y alma se encontraban pendiendo de la duda, la maldita duda.
En la estación de policía me pidieron que esperara pero la desesperación no me lo permitía, llamé a mi trabajo y les dije que no volvería hasta saber algo de Alberto y de mis hijas; mi jefe no lo comprendió y terminé por firmar mi renuncia el viernes de esa misma semana.
Dejaba la oficina por última vez cuando sonó mi teléfono, en la línea estaba el detective a cargo de la investigación, para notificarme que Alberto había aparecido, pero no mis hijas. Me informó que lo habían trasladado al Hospital Central y me pidió que acudiera lo más rápido posible por que el diagnóstico no era optimista, nadie sabía cuanto tardaría en morir pero no tomaría mucho tiempo. Sentí miedo, dolor por Alberto, desesperación y confusión.
Llegué al hospital y el detective me esperaba en la recepción, me pidió que me tranquilizara entre la avalancha de preguntas que le hacía y él no podía contestar; simplemente me tomó de los hombros y me dijo que tenía que ser muy fuerte, pero sobre todo que debía estar tranquila pues lo que venía sería difícil para mi. Las piernas me temblaron a cada paso hasta que encontré la sala donde estaba Alberto; él llevaba un par de horas en terapia intensiva y el doctor presente indicó estricto que la visita debía ser breve, pero sobre todo que tratara con calma al paciente.
Ahí estaba Alberto, lleno de tubos y aparatos, jamás lo había visto tan pálido, tan quieto. Lo tomé de la mano y lloré; me dolía el verlo así, pero aún más no saber lo que había pasado, por qué estaba en ese estado. Tampoco sabía en ese momento que la vida me hacía un favor al no dejarlo seguir en este mundo; no pudimos hablar, él permaneció inconsciente, ni siquiera sintió mi presencia ahí, entonces salí de la sala en busca de una explicación.
Lo único que el detective supo decirme es que debía sentarme, sacó de su bolsillo una hoja de papel maltratada escrita con la letra inconfundible de Alberto, la puso en mis manos y me dejó sola; el papel aún olía a cigarro y humedad, empecé a leer y el mundo se detuvo.
“Queridos todos:
He decidido dejar este mundo, no tengo una razón más para seguir aquí, a Camila la venció el cáncer y ella era el verdadero amor de mi vida. La amé como a nadie, la amé porque me hacía feliz, desde que éramos niños. La amé y ahora ella se fue, me iré con ella a un lugar donde no tengamos que escondernos, donde seremos felices sin tener que ocultar nuestro amor.
Claudia, perdóname por arruinar tu vida y la de tus hijas, pero vivir contigo era la única manera de ayudar a Camila. Tú tenías un trabajo estable y seguro, con un sueldo que alcanzaba hasta para hacer retiros esporádicos que no notabas, yo era un artista sin salario y sin la mínima estabilidad para ayudar al amor de mi vida. Perdóname por favor, las niñas, tus hijas, ahora están bien. Yo sé que algún día volveremos a estar juntos todos y podrás perdonarme.“
Eso era todo lo que la carta decía, ninguna otra explicación, ninguna pista sobre dónde había llevado a mis hijas; un horrible frío me recorrió el cuerpo, quise llorar y no pude, quise gritar y tampoco pude. No pude sentir dolor, rabia o siquiera tristeza, los segundos se congelaron, el alma se me vació; se me acabó la vida y tenía pulso aún. Busqué al detective para que me diera más información, para que me dijera donde estaban mis hijas. Todo lo que sabían era que a Alberto lo habían encontrado horas atrás en el cuarto de un motel a las afueras de la ciudad después de intentar suicidarse con un tiro en la cabeza; los nervios no dejaron que lograra su cometido pero ya había perdido la consciencia cuando llegaron los paramédicos.
Él era el único que conocía el paradero de mis hijas; enloquecí y exigí entrar de nuevo a terapia intensiva, me negaron el acceso, por fin pude volver a llorar. A las once de la noche Alberto murió y se llevó la ubicación de mis pequeñas niñas.
Han pasado ocho años desde aquella noche, ocho años de preguntas sin responder. No sé quién es Camila, la mujer a la que Alberto dijo amar, no sé qué hizo con mis hijas, no sé si tuvieron miedo esa última tarde. Ellas nunca llegaron al motel, no se encontraron sus cuerpos, no hubo rastro de que salieran del país; simplemente desaparecieron.
No ha pasado un solo día en que no quiera morirme pero no puedo hacerlo, todavía existe la esperanza de encontrarlas vivas, algún día, en algún lugar.
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