A veces los errores del pasado reaparecen en nuestro presente como un cuento de terror que parece no tener final. A continuación, te compartimos un cuento de Elisenda Romano lleno de suspenso y misterio.
Miró el procesador de texto abierto con una página en blanco. A la izquierda, un diccionario; a la derecha, una libreta con la escaleta hecha, y, en frente, el cuenco con la fruta madura colocada como si fuese un bodegón pero sin pintor.
Las moscas sobrevolaban el cuenco y a él. El sudor caía por sus axilas. Cogió el vaso con el té helado y dio un sorbo. Los ojos se le fueron a la piscina desnuda de gente que brillaba en un azul apagado manchado de rojo.
Cerró los ojos y se dejó caer en la silla. Si los abría, la página en blanco volvería a mirarle y no quería encontrarse con esos ojos vacíos, sin iris, como de un muerto o un monstruo.
El zumbido de las moscas era más poderoso que el del mar que cantaba desde el acantilado. Ni siquiera el verano podía obligarle a escribir una línea sobre el triste papel. Cuando ponía las manos sobre el teclado, sentía que le temblaban y, luego, nada.
Abrió los ojos. Los cigarrillos se hallaban debajo de su libreta. Encendió uno y dejó salir el humo de su boca cuando escuchó una mosca pasarle junto a la oreja. Llevó su mano al oído para rascarse. Una de las manzanas estaba podrida.
Observó el frutero por encima del portátil, que cerró, y mantuvo la vista en los colores de las frutas que lucían saturados y casi irreales. Si al menos pudiese escribir una frase no estaría perdiendo el tiempo con contemplaciones banales.
Un chasquido del agua arrastró sus ojos del frutero a la piscina. Se puso en pie de un salto y casi se le cae el cigarro de la boca cuando vio una forma sinuosa bajo el agua. Se aproximó al borde. Aquello parecía un cuerpo humano. Apagó el cigarro contra el mármol de la piscina, se descalzó dispuesto a entrar, pero se quedó quieto.
Entró en la casa. El móvil, en modo avión, se encontraba en el salón sumido en la penumbra. Lo tomó entre las manos e intentó llamar. No daba señal, desactivó el modo avión y, luego, se dio cuenta de que no sabía a quién estaba llamando. Salió a la terraza. Sobre la superficie de la piscina yacía un círculo, hueco y rosado. Corrió hacia el objeto. La cabeza le daba vueltas por el latido intenso de su corazón martilleándole los oídos. El móvil casi resbaló de su mano al reconocer una corona de crisantemos rosa en el agua. Se quedó quieto. Retrocedió. Pensó en llamar a la policía.
Bajo la corona no había rastro del cuerpo, ni señales de salpicaduras de agua en el suelo, seco y pelado bajo el sol de la tarde.
Llamó a la policía y habló con una voz que no parecía suya, sino que salía de un lugar recóndito escondido en lo más amargo de su pecho. Colgó.
Miró a todos lados. Recorrió cada palmo de la terraza desde la mesa de mimbre con sus cuatro sillas hasta el patio de mármol con la piscina en el centro. Más allá se encontraba el horizonte, donde el mar y el cielo se fundían en un crepúsculo de sangre.
—¡No me hace gracia! —gritó a los alumnos de la universidad que habían testificado en su contra—. ¡No tenéis derecho a venir a mi casa a joderme!
Oteó el patio de nuevo. Las mismas sillas, la misma piscina vacía y el mismo horizonte despojado de barcos. El azul infinito del océano le atrapó. Volvía a sudar por las axilas. El sol le cegó un instante antes de mirar a la piscina. En la superficie del agua se hallaba la corona de crisantemos.
Dejó el móvil en el suelo y se metió en la piscina de un salto. El frío le mordió la piel. Toda su ropa se volvió pesada y se plegó a su carne como una segunda capa.
Nadó con dificultad hasta el centro, tomó la corona y la lanzó al exterior. Se quedó flotando en medio de la piscina, observado en derredor. Se giró para tener una visión mejor, pero no pudo alcanzar a dar una brazada cuando se hundió bajo la superficie.
Soltó todo el aire por la boca en un grito que sólo le llegó a él. Agitó los brazos y las piernas, intentando soltarse, pero siguió cayendo hacia la parte más profunda de la piscina. Casi sin aliento, abrió los ojos. Estaba rodeado por media docena de personas vestidas de blanco. Hombres y mujeres jóvenes. Los reconoció a todos como si hubiesen salido de un sueño lejano e inacabado que había estado teniendo durante los últimos años noche tras noche. Tenían los ojos cerrados, pero los abrieron para mirarle a él. Eran ojos vacíos, sin iris, como de un muerto o un monstruo, una página en blanco o la mirada sin fondo ni fuerza que le devolvían los cadáveres antes de meterlos en sus sepulturas.
Abrió la boca y dejó los ojos abiertos clavados en la superficie, que se retorcía formando líneas curvas sobre su rostro.
Así fue como el escritor culminó su última novela. Escribió “fin” debajo de “su rostro”, en mayúscula, para que el editor lo viese bien. Guardó el documento y cerró el archivo. Por fin podría salir de aquella casa. Debió haberse ido al campo, como todos sus amigos escritores le habían recomendado para disfrutar del frío, los animales entorno a la cabaña, la madera calcinándose y el bosque…
Las moscas sobrevolaban el frutero. Abrió otro documento de texto. La página en blanco le devolvió su mirada vacía, supurando muerte. Tenía que colmarla con manchas antes de que acabase el día como un pintor colocaría el punto negro en un ojo blanco.
FIN
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