Los desaparecidos no son sólo los secuestrados ni las víctimas del crimen, las verdaderas desapariciones ocurren todo el tiempo e irónicamente, frente a nuestros ojos. Los desaparecidos son las personas a quienes nadie busca, quienes se mueven entre las sombras y suelen pasar desapercibidos. Silenciosos, sombras sin rostro, los “nadies” que describía Galeano, que están en las filas traseras del mundo porque no son aunque sean. Seres introvertidos que viven ignorados y menospreciados, casi imperceptibles como si no valiera la pena contar sus historias. Algunos incluso perfeccionan y disfrutan esa capacidad de observar sin ser notados, aprenden y callan los misterios que solemos evadir en la ajetreada rutina del mundo actual.
Así son los personajes que habitan las historias de Penélope Córdova, habitantes invisibles que disfrutan del anonimato y de las posibilidades que esa condición les otorga para desaparecer frente a los ojos de una sociedad cegada por el egoísmo y la vanidad.
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Te invitamos a conocer cinco breves relatos de encuentros aparentemente insignificantes que bien podrían ocurrir en algún rincón del mundo en este preciso instante…
Mnemotecnia
El personaje de esta historia poseía un talento poco común que, por lo demás, salvo cuando se lo proponía, no era la cosa más útil: hablar con las sombras. Lo descubrió una vez, de pequeño, oculto entre los libros del padre, cuando leyó al azar una línea en un tomo empastado en cuero: Mi nombre es Nadie. A partir de entonces, cada vez que abría un libro, se presentaba con variaciones de la misma oración: Mi nombre es Cuervo, Mi nombre es Ceniza, Mi nombre es Poeta Menor. Hay que decir que en el mundo de los hombres de carne nadie se ha acercado todavía a preguntarle: Oiga, ¿y usted cómo se llama? ¿Le apetece ir a tomar un café?
Nuestro señor es un hombre de costumbres. No por obsesivo, sino porque intenta confiar en el poder que ejerce la repetición sobre la memoria. Toma su café de la tardes desde hace años en el mismo lugar, compra sus camisas a rayas en la misma tienda, cena los sábados con su esposa en el mismo restaurante y pide los mismos platos esperando que los meseros se presenten con una sonrisa y la frase: “¿Lo mismo de siempre, señor?”; pasa Navidad con su hijo en una casa de campo y en Año Nuevo pide siempre el mismo deseo. También aborda la ruta que va de Chapultepec a Miguel Ángel de Quevedo todos los días a las ocho de la mañana y conoce a cada uno de los empleados que trabajan en aquel paradero.
Sin embargo, al abordar el camión, por ejemplo, el operador pasa su mirada a través de él sin pedirle el pasaje, y cuando él lo llama para exigirle que le cobre, el hombre lo mira de arriba abajo antes de extender la mano con una risa sarcástica. La escena se repite en todos los lugares que frecuenta, y los empleados siempre se excusan de la misma forma ensayada.
Este hombre conversa con sus visiones como si estuvieran presentes y a la vista de todos, o mejor dicho, como si él mismo adelgazara hasta colarse por una grieta en la dimensión paralela de los hombres sin rostro. Una vez, después de un viaje a Londres, discutió durante semanas con Bartleby porque se negaba a responder las preguntas más sencillas, como un retrasado mental que sólo sabe una muletilla. Si alguna vez su mujer lo sorprendía en mitad de una de estas charlas, él ni siquiera la miraba, porque en ese momento era él quien no estaba ahí, y lo que ella veía no era más que una grieta que creía que era su
marido.
—La gente como nosotros —dijo una vez nuestro señor a Wakefield mientras golpeteaba con ansiedad la mesa del Café Central—, sólo puede presentarse en la vida como daño colateral. Somos la rebaba del mundo. A mi modo de ver, querido amigo, nuestra única victoria consiste en una de estas dos opciones —Wakefield apuró un sorbo hirviente mientras se mesaba la espesa barba que no se había rasurado en varios meses, y escuchó con atención—: matar o hacernos matar.
El hombre de quien hablamos casi nunca mira de frente, odia los rostros hermosos, los lunares que cautivan, las cicatrices, los ojos color gris nublado, las voces armoniosas, la simetría de los cuerpos, la muda aceptación con la que uno ejecuta las convenciones sociales más absurdas, las pequeñas mentiras cotidianas que dice la gente para evitar los sobresaltos; esa desgraciada belleza y la irrepetible fealdad de los extraños que el recuerdo captura durante unos segundos para después quedarse con el sedimento.
Y así, casi sin querer, la mirada de este personaje se detiene una tarde en un rostro perfectamente apagado, como una taza de café diluida en medio litro de agua: una mujer silenciosa en quien nadie ha posado la vista, una mujer como él, sin luz ni sombra. Él se dedica a observarla. Después de media hora ella mira el reloj, toma su bolso y se levanta. Él la sigue hasta una pequeña pensión en Bucareli donde recoge su maleta y después se dirige a la central de Observatorio, donde aborda un autobús con destino a Toluca.
La escena se repite el siguiente martes y el siguiente y todos.
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Vida y muerte de los trenes
Nos conocimos en el tren de Viena a Budapest. Se llamaba Maté y leía Esperando a Godot. No importa qué me dijo y lo que hicimos en aquel primer encuentro y en los siguientes, ni por qué decidí quedarme en Hungría.
Lo que importa son sus palabras de despedida. El último tren, me dijo, quiero tomar el último Orient Express. Llegaré hasta Constantinopla —Estambul, lo interrumpí, él no hizo caso y continuó— y me pondré a mirar. El tren morirá pronto, no sé cuándo exactamente, pero ya lo han desahuciado. Lo dijeron en las noticias. La gente prefiere los aviones y los trenes bala. Los ferrocarriles, marcas del progreso, desdeñados por los primeros románticos, mueren justamente en mor de ese absurdo progreso. No, yo no quiero ir a Constantinopla, la ciudad no me interesa. Sólo quiero estar en el tren, habitarlo. Bueno, le contesté, pero todavía nos queda el transiberiano. Él me miró con desdén, como si hubiera dicho algo muy estúpido. Para viajar hay que estar solo. Y se fue. Me había dejado sobre la mesa su ejemplar en húngaro de Esperando a Godot. No volví a verlo.
Por eso llevo años viajando en tren. Quién sabe, quizá un día lo encuentre en alguno de los países que marcaba la ruta del Orient Express.
Esta historia se parece a la de un hombre que se la pasaba recorriendo el transiberiano y que, al llegar a Vladivostok, se detenía a mirar a los pasajeros que bajaban del tranvía, antes de tomar nuevamente el camino de regreso.
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Una pluma de ave en la cornisa
El supervisor de la estación ferroviaria tenía una peculiar afición por las palomas, que siempre le dejaban el uniforme lleno de mierda. Su cortejo de animalitos constataba, con un montón de plumas cafés, grises y negras, el dominio que sobre él ejercía. Hasta que un día, por entretener a los plumíferos, hizo el ridículo y perdió la oportunidad de ascender de puesto y nos echó a nosotros la culpa por no defenderlo ante el inspector de sección. Qué podíamos hacer, las aves lo necesitaban más que el sistema nacional de trenes; el egoísmo es un lujo que no debemos permitirnos cuando el amor escasea.
Luego el supervisor adquirió una infección producida por las heces de paloma y murió. Las aves se comportaron como viudas enloquecidas durante unas semanas, se sacaban los ojos unas a otras y la mitad de ellas murió de pena o de hambre, ninguna quiso abandonar la estación. Las sobrevivientes se dedicaron a seguirme por todos lados y a partir de entonces no me permitieron un minuto de tranquilidad. Por esos días conocí a Maruja. Yo iba de regreso al departamento en donde vivía, y decir departamento es mucho, en verdad era un estudio en el que resguardaba columnas y columnas de libros que mi padre había querido desechar tiempo atrás, pero a mí me pareció un agravio a la memoria de los grandes maestros, así que decidí conservarlos íntegros, aunque a veces amenazaran con aplastar mi delicado cráneo en alguna noche de dulces ensoñaciones.
Entonces ese día en el tren rumbo a mi cuarto del quinto piso, conocí a Maruja y con ella me fui. Hay palabras dentro de cada hombre que están destinadas a una sola persona en todo el mundo. Yo dejé a Maruja cuando las palabras para ella se me agotaron, cuando, por más que me busqué en la lengua, no encontré nada. Hoy pienso que lo saludable es dejar al menos una de esas palabras dentro de la boca y masticarla durante mucho tiempo, todo el tiempo posible, alimentarse de ella. Los desenlaces me provocan tantas náuseas como las heces de paloma, así que después de lo de Maruja busqué otro empleo y me propuse no volver a enamorarme.
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Vía láctea
Bajo el cielo de la última cumbre de Polonia, desde donde se observan tierras germánicas al Norte y la llanura checa al Sur, una vieja enjuta con la piel enrojecida por el viento del Este cava una fosa en la montaña. Pretende alcanzar una profundidad considerable como si desconfiara de la tierra que acompaña a los muertos.
Al cabo de algunas horas, de sus manos agrietadas escurren hilos de sangre y su cuerpo enflaquecido transpira un sudor helado. Desde su casa, la vieja ha cargado una bolsa negra con dos pares de zapatos viejos y mechones de pelo castaño. A principios de diciembre había llegado el último tren de sobrevivientes, pero sus rostros estaban extintos y ninguno de ellos hablaba. Era como si no estuvieran. En el pueblo dijeron que los demás habían sido gasificados.
Se hace de noche. La fosa es honda pero no lo suficiente para acoger a los que no regresaron. La vieja sigue cavando, sus brazos y piernas tiemblan. Las estrellas anuncian horas serenas, el cielo se ha despejado. La anciana detiene su faena y se hunde en la contemplación. Piensa que, con una noche así, bien vale la pena dejar el entierro para el siguiente día.
Sin sentir ya su cuerpo mojado, se mete con cuidado en el lecho que acaba de construir hacia el fondo de la montaña, mientras abraza con una mano la bolsa que guarda los restos de sus hijos. Esa noche, los ojos de la vieja se secan y ella duerme tranquila.
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Walter Weger
Linz, 1870–Bogatynia, 1939(?). Los Wegstein se pelearon por un muro de piedra colocado unos metros más allá de lo acordado. Después de un puñetazo en la mesa y una botella de aguardiente estrellada en el mismo muro, decidieron que a partir de ese día ya no eran familia.
El agraviado, propenso al ofuscamiento, al patrioterismo y a la magia, dejó para el otro las piedras del apellido, Stein, y se llevó la parte del camino, Weg. Walter Wegstein, ahora Weger, autor del puñetazo, tomó a su mujer y a su hijo de un año, y se alejó por el sendero a lomo de caballo. Detrás de él, Walter escuchó la maldición proferida por su antes hermano, que le gritaba: ¡Pues será el camino tu pena y la de toda tu descendencia!, a lo que Walter respondió con una carcajada, gesto que disimulaba su recelo por el peso de una condena como aquella. Nadie puede volver atrás después de una maldición, pensó, así que besó a su primogénito, tragó saliva y se marchó hacia el sur. Así se separó para siempre la familia.
Walter cumplía entonces veintitrés años y empezaba su carrera en el arte de la desaparición, que con el tiempo fue perfeccionando hasta convertirse en maestro del abandono y la tabula rasa.
Después, cuando tenía treinta y un años, tres hijos, una nueva mujer, y había deambulado por varias ciudades hasta establecerse en Zagreb, tuvo que marcharse nuevamente con toda su parentela por haber matado a golpes a un agitador que negaba reiteradamente la grandeza del imperio y de Francisco José, y que además, arengaba a los habituales de su taberna a recuperar por las armas el esplendor del antiguo reino de Eslavonia. Tras ver su reflejo en los ojos muertos del otro, Weger besó el suelo y se marchó a Praga, donde se convirtió en traficante de baratijas rusas, turcas, libros prohibidos y grimorios apócrifos.
En 1914, con cinco hijos ya y la policía pisándole los talones, Weger encontró la manera perfecta de demostrar su valía y fue a enlistarse en el ejército, donde lo destinaron al 34º regimiento de infantería del orgulloso Landwehr imperial. A los cuarenta y cinco años, unos cuantos meses en el frente y algunas hazañas difícilmente honorables le habían enseñado tres lecciones básicas de supervivencia. La primera, que para conservar la vida primero había que desaparecer por completo; la segunda, que la trinchera era lo que más se parecía a un hogar, y al mismo tiempo, a una tumba; por último, que lo más necesario en días de guerra eran cigarros y un mazo de cartas para hacer trucos de prestidigitación. También se dio cuenta de que había hombres con un destino y que el resto, los que no tenían destino, debían seguir a los primeros para conseguir un pedazo de historia, porque uno puede ser muy valiente y todo eso, pero al final la gloria escoge a sus propios héroes, nunca al contrario. Hay gente que nace para héroe. Hay quienes nacen para mover los hilos, muchos que destruyen lo que otros construyeron y hay otros, la gran mayoría, que sólo nacen para dejar un nombre inscrito en una lápida y un apellido en su descendencia.
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Las fotografías que acompañan estos cuentos pertenecen a El Sindicato SCTO, fábrica de contenido visual creada por los fotógrafos SeoJu Park y Ruben Tamayo. Conoce más de su trabajo en Instagram y su sitio web.
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