No fui rescatada. Nunca me hizo falta. Nací con un dragón marcado en la espalda. No es un tatuaje, a pesar de lo que muchos digan. Es una marca, creada en el mismo instante en el que fui concebida. Una marca germinada y desarrollada en el mismísimo vientre en el que mi madre me dio la vida.
Trataron de arrancarme la piel, pero nunca daban conmigo. Yo era más rápida y también más inteligente. Me llamaron bruja cuando tenía 3 años. Bastarda, cuando cumplí 10. Y cinco años más tarde decidí abandonar la aldea para refugiarme en mi soledad. Me temían por ser diferente. Decían que hablaba sola, que abrazaba al aire y que humillé al sol, pues fui la única que le miraba fijamente sin que él pudiera privarme de la verdad que mis ojos veían. Me llamaron bruja… y no se equivocaban.
Cada noche salía de mí y volábamos juntos atravesando las nubes y los horizontes. Bravío, en sus escamas se reflejaba la luz de la luna.
Bailábamos desnudos en la superficie de los siete mares. Acariciamos los volcanes más salvajes y bebimos agua de los manantiales que ya nadie recuerda, aquellos que conservaban mi eterna juventud. Volábamos y gritábamos. Escupíamos fuego sobre todos los reyes y monarcas que ensuciaban este planeta. Juntos descubrimos la sexualidad, cada gemido era un ritual que hacía germinar a las flores más bellas. Y cada noche caía exhausta en un sueño imposible de describir. Sí, el dragón me mantuvo presa, cautiva. Y así, en mi más íntima soledad, fui feliz.
El tiempo pasaba, los árboles callaban y, en su lugar, las hojas dejaban pasar las voces más cínicas, la palabra de Dios, los gritos del líder, la mirada envidiosa de quien consiguió el poder. Querían ayudarme, liberarme de mi soledad, de aquel tormento, de tanta tortura. Devolverme a mi lugar en la aldea. Pero debían ser rápidos, atentos, eficaces. Tenían que acabar con el dragón que me oprimía.
Fueron muchos los que lo intentaron pero su olfato les delataba aún cuando estaban a varias millas de distancia. Cada noche volábamos más y más lejos.
Luego de mucho, la noticia llegó a oídos de un valeroso caballero. Tremenda bestia, condecorada, bañada en oro, brillaba más que las mismísimas estrellas. Apareció una mañana fría, como la sangre que lo hacía vivir. Mi espalda ardió como nunca y, finalmente, fui liberada.
Y ya no bailé desnuda nunca más, sino con grandes y lujosos vestidos bien ceñidos a mi figura. No volé, cabalgué, manteniendo siempre la mirada por encima de algunos, aunque más abajo que la de otros. No bebí de los manantiales, pues mi edad ya correspondía a la que mi rostro marcaba. Y jamás volví a gemir, pues al parecer, las flores más bellas estaban destinadas a un jarrón. Pude ser liberada. Y ya nunca fui nombrada bruja, pues todo el mundo sabe que las brujas no existen.
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