Manuel María
1599.
Las campañas de pacificación de la espada española pisan tierras caribeñas, y en lo más alto de la majestuosa sierra de Santa Marta aún queda en pie el último vestigio de los indios diezmados: Manuel María.
Protector de la planta ancestral y enemigo jurado abiertamente de la Corona, dedicó su vida a organizar motines, desmanes y cuanta travesura perjudicase aquellos invasores que venían a salvar a estos indeseables nativos de tierras paganas y de religiones politeístas; su salvación sería la eclipsada fe de la cruz y la sangre.
Indio pequeño, masticador de coca, curador de males, fumador de tabaco, de gestos nobles, de incesantes peleas y furias resentidas. Defensor de la Tierra y promotor de la libertad sexual. Una noche, mientras preparaba una revuelva a horas impropias, fue emboscado.
Se le acusó de injuria, lascivia, calumnia, incitación al desorden, insurgencia, rebeldía, contagio insinuoso y mal ávido contra la buena conducta y ofensas al Señor de los Cielos por tan inhumano comportamiento. Antes de que su cabeza abandonara su cuerpo susurró: “Yo no me hinco ante mi opresor”. Aquel contagio se propagó rápidamente, tres meses después, 80 comunidades de indios Taironas se levantan en una magnífica sublevación contra la Corona de turno.
Un trabajo de nunca acabar
España, Valle de los Caídos.
En el camposanto hay un gran revuelo y una extensa fila para firmar la petición, todos tienen una querella en común, los que la exigen: los muertos. Después de tanto meditarlo compadecen que la gloriosa cruzada del verdugo genocida debe continuar en otro lado.
Este demonio atormentador que ronda en las profundidades de las catacumbas sigue causando estragos, los inquilinos están molestos, insatisfechos y resentidos. ¿Y quiénes son? Sus víctimas. ¿Y qué demandan? Que la memoria de la democracia y la tiranía no descansen juntas en la misma tumba.
Por consenso mutuo, tanto terrenal como los del más allá, y en unánime deseo se decreta que este personaje de peculiar raza ibérica sea exhumado y que sus restos sean trasladados al mausoleo insignia de los dictadores.
Pinochet lo recibió con gran simpatía.
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