Sin dejar de apreciar su esfuerzo no cesa de observarse el torso. Los músculos erectos se tensan a fuerza de repetición diaria.
Las chicas se postran en torno a su atractivo. Su cuerpo no es fortuito. Cremas para el cutis, vitaminas para el cuerpo, alimentación balanceada al extremo, una que otra inyección quema grasa, cirugías que cincelan rasgos a exaltar para estar “al dente” en el banquete social del coqueteo son algunas de las aplicaciones que utiliza Arturo, el hombre deseado quien se cuida con atención minuciosa. Yo contemplo y escucho.
-¡La belleza cuesta un chingo!
-¡Pero está re-bueno! Hasta el sudor que va soltando huele rico!- Me susurra Paola que no deja de adular al tipo observado. Ella decidió ponerme a tono, lanzarme al coliseo del culto al cuerpo en busca de conquistas que se consumen para calmar la ansia de sexo que mis poros a diario desembocan al aire. Por supuesto que nada es gratis, a cambio de entrenarme yo le estoy creando una imagen corporativa. Soy diseñador de medio pelo. Sobrevivo lanzando una que otra idea al colectivo imaginario citadino.
Ella lleva más de dos décadas en el “fitness”. Sabe del negocio. A sus 35 años luce un cuerpo de tentación. Estamos en el gimnasio “El pómulo mamado”, un lugar atestado de músculos inflados, culos duros, rostros sórdidos, miradas lascivas, sonrisas intrigantes, almas inseguras, egos desbordados.
-¡Sólo falta que cague rosas!- Comento con respiración agitada a propósito de la admiración hacia Arturo.
-¡No exageres cabrón!- Contesta enérgica una Paola iracunda.
Estamos a punto de concluir la rutina. Hoy tocó pecho y nalga, la misma que en la adolescencia se evaporó en silencio.
Llevamos un mes levantando fierros y comiendo sano. De hecho, quien lleva ese tiempo es el que te escribe. Ella lo hace desde siempre. Es su ritual habitual.
A punto del soponcio le suplico que acabe la sesión. Respiro, inhalo y exhalo agonía.
-¡Aguanta! La belleza cuesta y la vanidad se premia, ¡una más!
-Estoy rendido- Me extiende una toalla mientras coquetea con alguno de los modelitos que se pasean en licras por el laberinto de pesas y equipos.
De no ser por los cuerpos femeninos que allí se ejercitan, mi voluntad sucumbiría tan sólo al entrar al recinto. Menos mal que abundan, pues alegran la atmósfera.
Me siento en uno de los bancos a reposar. Me pasmo al ver una silueta andar rumbo a la máquina de espaldas. Sus movimientos acaparan mis pensamientos. Ella se sabe suculenta. El espejo ratifica su certeza. Senos redondos suaves. Cintura ligera, trasero prominente, piernas bien torneadas, escote agresivo, sonrisa despiadada. Cuando estira su espalda se espabila mi afán. Un infarto al miocardio directo seguro te provoca si te descuidas.
Una erección me delata. Me quedo estático sentado. Pongo la toalla encima. Aquello parece una sombrilla en la playa del esfuerzo. Para mi desgracia me puse el short de cuando asistía a la secundaria, ligero, frágil. No hay forma de disimular. Sonrío a Paola quien me anima a seguir.
-¡Una más! ¡Levántate huevón!
Finjo lesión -¡Espera! ¡Estoy vencido!- balbuceo.
-Si quieres probar unas buenas carnes tienes que ponerte al tiro y al tope, ¿o qué, ya te sientes “Dandi”? ¿Crees que con venir a darle un mes ya estás listo para el manoseo? ¡No mi amor! ¡Póngale cuidado y sobretodo empeño!- Me comenta mi instructora en tono molesto.
Agarro aire a la par que percibo un bajón en el short, suficiente para levantarme y seguir.
-¡Una más! Quince de estas y terminamos con abdomen, ¡venga!- Mi maestra no acaba de saturarme con gritos enjundiosos.
Cierro los ojos y suelto un pedo estruendoso. La música me cubre.
-Uno, dos tres, cuatro, cinco, seis !Siete, joeputa!- Aúllo.
Dejo la barra y me desplomo, ¡no resisto más! Paola nota que mi esfuerzo se bifurca en el aire. Frunce el ceño, tal vez le llegó mi aroma desesperado.
-¡Vale, vale!, estás fundido. Intenta trabajar abdomen y nos largamos. Descansa un poco, ahora vuelvo.
Por los ojitos que se aventaron ella y el tal Arturo supuse que se organizaron en el baño para darse un cachondeo y escarceo de rechupete. Se traían ganas. Olías el deseo a diez metros de distancia.
No me equivoque. Al cabo de quince minutos les vi salir. Primero ella bien roja y sonriente. Si a eso le agregas que es más blanca que la leche, te podrás dar una idea de cómo lucía después del toqueteo.
Enseguida, el metro sexual apareció en el acto con semblante resuelto.
Miré por la ventana hacia la calle: la desnuda verdad que nos muestra las cosas como son, sin pavoneo, fantasía y maquillaje.
La chica que me erectó estaba dándole un besuqueo de ensueño a un hijodeputa gordo, feo.
Supuse que tendría un pastón, tal vez era algún padrote de esos que dominan con maltrato y excitan con indiferencia. No parecía manejar el momento ni tenía pinta de “padrino”.
Ella mimaba sus gorduras, le sobaba la barriga. El pellizcaba aquel culazo. Me indigné. Tire la toalla, me dirigí a la salida dejando tras de sí la promesa de la belleza envuelta en los cuerpos esculpidos a base de arrojo diario al fierro. Paola se estremecía con los guiños y nalgadas que sus pollos le suministraban. Me fui al primer bar que encontré abierto. Pedí una cerveza. Con el sudor pegado al cuero me percate de la presencia de una mujer cuarentona. Tenía perfil ligero. Una que otra llanta me saludaba con firmeza. Me levanté de mi asiento en dirección a ella. Me propuse pellizcar un poco la esperanza.