―Mi hermana llegará la semana que viene.
―Podemos ir a los Jardines. Silvia me ha dicho que han abierto una sala nueva.
―Genial. ¿Pillas tú las entradas? ―dijo Raúl, tendiéndome las llaves.
―Vale. Mándame después tu DNI para que nos apliquen el descuento.
―Gracias. ―Cogí las llaves y me di media vuelta ―. ¿Te veré mañana?
―No sé. Llámame esta noche y ya vemos.
Me giré para despedirme de él y, aunque le noté el gesto torcido, no pregunté. Esperaba un beso que no se atrevía a darme. Besar a Raúl era como beber de una nube húmeda que a veces contenía rayos. Seguía esperando, sin vacilar la mueca.
Me miró. Lo miré.
Lo amenacé entreabriendo la puerta y dando un paso atrás, algo que no resultó, así que lo besé yo. No había truenos ni tormentas. Raúl era calma y cielo abierto, pero yo siempre lo hacía con miedo. Le acaricié la barba y el pecho antes de irme.
―¿Te acostarás pronto? ―Sonrió.
―No lo sé. Depende de los capítulos repetidos que echen esta noche de HIMYM.
―Vale. Te llamo luego.
―Adiós.
―Oye ―dijo junto a una pausa―, te quiero.
Solté las llaves en la mesa del salón con cierta agresividad y fui al baño. Allí me desmaquillé, llevándome con el algodón algunos granitos que me sangraron. Se me llenó la cara de vías rojas que desembocaron en la boca. Apreté más el algodón hasta quedarme pálida. Abrí la boca para no notar el sabor a óxido, pero ya se me había metido en las llagas de los labios. Fui al dormitorio.
Pasé frente al espejo y en él vi una mancha roja en el cuello de la camisa, pero, cuando bajaba la mirada, parecía no estar. Me acerqué más al espejo e intenté identificarla en la realidad, pero solo había pulcra tela blanca. Tomando como referencia el espejo, apreté donde se suponía que estaba la mancha y la vi crecer en el reflejo. Cuanto más hundía el dedo, más se extendía la mancha hacia el pecho. Con el dedo del reflejo manchado toqué el cristal. Mi mano se unió a su gemela mientras su diestra buscaba alcanzarme la otra. La apoyé también.
Comenzamos a quitarnos la ropa. Primero su blusa manchada que tiré a la cama para usarla mañana en el concierto. Luego los pantalones y las sandalias. La mancha crecía en su sujetador y le bajaba como un río hasta el ombligo. Me lo acaricié, pero en mi lado no había nada. Me quité la ropa interior y tras el pecho había una oquedad. Toqué el agujero, aunque temía poder traspasarlo. Solo di con duro hueso.
Entonces cambié. Apareció en el espejo un hombre desnudo que imitaba mi posición.
Me senté en el suelo.
Se sentó en el suelo.
Me toqué los pechos.
Se tocó los pechos.
Puse la mano en el espejo. Apoyó la suya contra mí y sentí calidez.
«Que en el fondo no somos tan distintos. A veces cuesta hasta distinguirnos» sonó en mi cabeza.
Atravesó con su mano el cristal y me cogió por la muñeca. Sentí el impulso de resistirme, pero no me levanté de allí. Poco a poco sacó su cuerpo entero mientras intentaba atraerme. Me decía algo en voz baja a la vez que escondía la cabeza entre mis rodillas y me abrazaba las piernas. No quería escuchar sus palabras, pero tampoco que se fuera de allí. Apreté los pies contra sus hombros, eché la cabeza atrás y me dejé caer bruscamente para llorar. Él continuaba hablándome. No sé qué sobre el miedo. No sé qué sobre los monstruos.
―No sé qué, mi amor, sobre la soledad ―le dije, apretándome el vientre.
Entonces lo sentí sobre mí y lo abracé. Colocó su cabeza en el hueco de mi cuello y me acarició el pelo. Lo hizo con amor. Notaba cómo con mi pecho le mojaba el suyo y a él no le importaba. Metió el dedo en la cavidad, se movió por dentro y tapó una vena que manaba fuego.
―No, déjame morir ―le pedí. Alcé una pierna para separarlo de mí, pero resistió.
―No es un monstruo tan grande.
―Yo soy el monstruo. Mira.
Tomé su cabeza y lo besé. Lo hice con soledad.
Desperté desnuda en el dormitorio y con marcas en el cuerpo. Me despertó un mensaje de Raúl que decía que su hermana retrasaba el viaje una semana.