Jamás le dije que lo primero que le vi fueron las manos, esas manos con dedos alargados y manicura francesa perfecta, combinaba perfecto con su piel trigueña y el anillo de plata en forma de libélula, herencia de su abuela que una vez viajó a Europa y se lo trajo. Esa fue la primera historia que me contó acerca de su familia. Ella quería ser la segunda de la familia en volver a ver el atardecer desde París.
Decía estar enamorada de mis entrañas. Recuerdo ese cumplido justo el día que cumplimos seis meses: “tus entrañas son los más hermoso, toleran todo lo malo y bueno de las demás personas, incluida yo; nutren tu sangre, esa misma que hace brillar tus ojos cuando me ven, mover tus articulaciones para abrazarme, mover tu lengua dentro de mi boca y reaccionar tu sexo cuando me acerco demasiado, lo más hermoso son tus entrañas”.
Es fascinante conocer a personas como ella, que desmenuzan una idea, la hacen trocitos, la aderezan con poesía, hacen una parábola y te explican el cosmos a través de tus estrías.
“Lo que importa es lo de adentro” es una frase trillada y usada por “N” cantidad de personas, comerciales, conferencistas y hasta políticos; sin embargo, en ella era real, era una congruencia digna de un premio, ¿de cuál? No lo sé, pero merecía un premio a la congruencia: las demostraciones de esa frase iban desde mi interior hasta críticas constructivas.
Cuando cumplimos una vuelta completa al sol mirando juntos los ojos del otro, yo esperaba impaciente verla y abrazar su menuda espalda, sentir el latido de su corazón y besar sus labios rojo cereza, o recostar mi cabeza entre sus cabellos sabor vainilla y olor exquisito. La encontré dentro del apartamento del cual, apenas un mes antes, le había dado llaves y esa era la primera vez que las ocupaba. Dulce como siempre y con una sonrisa peculiar, la abracé y besé como quería, me tapó los ojos y me dirigió a la recamara: la sorpresa fue un colchón:
-Es ortopédico para que ya no sufras de tu dolor de espalda, pero también es suave, dijo con una voz de niña pequeña queriendo estrenar su juguete.
Siempre había observado con desagrado cómo las personas gastaban dinero en colchas hermosas o en cobertores con dibujos “eso, lo de encima, lo superficial les importa mucho pero sus colchones son un asco y duermen mal y roncan y se desgastan y no descansan, pero eso sí, se ven divinos cubiertos de una colcha con un tigre estampado”.
Lo más hermoso es que yo era uno de ellos. El regalo era perfecto para mi espalda reducida en un 25 por ciento debido a una caída; y para su magistral manera de hacer el amor, el colchón era lo de adentro.
Los demás obsequios de nuestra relación eran multivitamínicos, cremas faciales, bloqueadores solares y cenas románticas en restaurantes que sólo ella conocía, poco a poco hice mía su esencia.
Un día de noviembre, después de casi dos años, me vi a mí mismo en medio del departamento con un colchón increíble, ocho kilos menos de peso, un cutis que muchas chicas envidiarían; un refrigerador que no parecía el de un hombre que vive solo, una despensa como para sobrevivir a una invasión zombie, una pared llena de fotos juntos en nuestros viajes y eventos especiales, y el estado de cuenta de mis ahorros en la mesa…un frío recorrió mi pecho; tuve miedo de perderla, y es que ella no me había impuesto nada. Yo la observaba, admiraba, aprendía de ella, no había nada raro, ni una sola mala actitud, pero temía perderla. Y es que uno parece estar programado para decir: no merezco algo tan bueno, mi sueño no pudo haberse vuelto realidad, seguro viene algo malo.
Ese mismo día comencé la operación “anillo de compromiso”.
Como si ese día de noviembre fuera una profecía, ella comenzó a cambiar, los tres meses hasta el día en que yo había planeado darle el anillo fueron como una de esas películas de Almodóvar en la que todo podía pasar y los límites ya son cosa del pasado. Su humor cambió de paciente y comprensivo a celoso, mezquino, sarcástico y controlador; noche buena fue una noche mala con su gastritis provocada por la tinga de mi madre y su creencia estúpida de ser fuerte, y sin tomar medicamentos se acostó mucho antes del abrazo y vomitó bilis cerca de las cuatro de la mañana: durmió y durmió; para año nuevo la sorpresa fue que no quería beber ni una gota de alcohol por no sé qué fregados, y brindó con jugo de naranja que se empeñó en hacer 20 minutos antes del brindis para que estuviera fresco y la nutriera. Era invierno pero no el primero que estábamos juntos y era tan distinta. Sus obsequios me sorprendieron, pues parecía que ya no “importaba lo de adentro” pues se resumía a un par de botas que resultaron no ser de mi número y un libro de autoayuda de esos que ella odia; su vestimenta era como un grito de “no tocar” y cualquier caricia era desterrada. Quedaron atrás las bragas de encaje, el vino en medio de la cama, las tardes de cine de arte, la comida orgánica, los planes de nuestro siguiente viaje trimestral.
El siguiente seis de enero se le antojó un pan de muerto, e hizo un berrinche tal que mi madre le horneó algo que parecía una concha mal hecha, pero que ella comió gustosa después de haber llorado y reclamado que era yo un desconsiderado, que ya no era tan comprensivo, que ya no era yo…
Recuerdo esas palabras ahora y aún veo en mi mente su cara indignada, doliente y desesperada, aún derramo un par de lágrimas al evocar ese momento: ya no la entendía pero la amaba tanto que seguí con el plan, tolerando y soportando todo con eso que a ella le había parecido tan hermoso: mis entrañas. El día llegó, nuestro día, nuestro lugar, nuestro cielo: febrero. Llegó antes y puntual como siempre, pero rara como nunca, cubierta de pies a cabeza, más tapada que una mujer musulmana y seria como una gárgola. No pude esperar más, la tomé en mis brazos y la besé como si fuera la última vez, pues con aquellos cambios ya no sabía si era la última vez que la besaría y la tendría en mis brazos; sentí sus lágrimas correr y mire a sus amigas fotografiar el momento y decir frases como “por fin” “ya era hora” “ya quítate esa bata”. No entendía nada. Me tomó la cara y me pidió perdón, gimoteaba y yo no entendía nada, sólo sentía confusión y cómo mis vértebras se comprimían otro 25 por ciento, y el peso del anillo en mi bolsillo derecho.
Paró de llorar y abrió la bata dejando ver su atuendo de short pequeño y playera de tirantes junto con cinco kilos extra, levantó la playera y su vientre lucía con tinta la leyenda “lo que importa es lo de adentro”.
Hoy recuerdo ese día acostado en su vientre y tratando de transmitir toda esta emoción a ese ser que crece dentro de ella, aplazamos la boda pero la gema ya está en su dedo, y todo el dinero que comencé a ahorrar está invertido en esta nueva fase de nuestras vidas donde más que nunca toma sentido decir que “lo que importa es lo de adentro”.
El amor y sus formas extrañas siempre nos llenarán el interior de magia y enseñanza, por eso te recomendamos leer El último abrazo y La primavera no se detuvo