Cuando se dieron cuenta que su malestar era a causado por un dengue hemorrágico fue trasladado inmediatamente a una clínica especializada. Su vida estaba en riesgo.
La habitación era grande. Entró en una silla de ruedas empujada por un enfermero. A pesar de su mal estado, estaba lo suficientemente consciente para observar que tenía compañía. Había doce camillas numeradas, seis de cada lado. Once de ellas ocupadas por personas poseedoras del mismo virus, algunos en un estado notablemente más deteriorado. Era una galería poco alentadora, como si fuera un prisionero recién ingresado que avanza hacia su celda, observando en el camino a los internos destrozados física y emocionalmente por las cuatro paredes que los consumen.
Pronto memorizó la rutina que giraba en torno suyo. Cada cuatro horas una enfermera lo visitaba para obtener muestras de sangre y así monitorear la cantidad de plaquetas que tenía. Cada seis horas cambiaban el suero suministrado vía intravenosa por analgésicos. Si era necesario colocaban otra compresa de agua fría en su cabeza. Por otro lado, y sin un horario fijo, un grupo de doctores entraban en la habitación para observar a todos los enfermos, medir temperatura, presión y hacer anotaciones en una vieja libreta de color rojo. Supuso que su labor era la de observar síntomas positivos o negativos en los internos.
Fue en una de las visitas aleatorias del grupo de doctores cuando logró escuchar una conversación. Entonces supo que 250 mil plaquetas es una cantidad normal para una persona, ni demasiado alta ni demasiado baja. Pero en esa misma charla se enteró que las suyas estaban bajando considerablemente.
Pasaron dos días, y sucedió lo que los hombres de blanco habían dicho: sus plaquetas estaban disminuyendo. Ya no tenía fuerzas, pero sí una fiebre constante acompañada de sudoración y un dolor de cabeza interminable. Ya no mostraba interés en lo ocurría a su alrededor, sin embargo las tres camillas vacías no pasaron desapercibidas. El silencio se había vuelto pesado, espeso, apretaba las gargantas de los nueve restantes. Los acercaba a la muerte lentamente como si estuvieran en una línea de ensamble. Era mejor permanecer en silencio. En la espesura no había razón para socializar con alguien que quizás estaría muerto al día siguiente.
Los doctores entraron. Su estómago se encogió. Nunca traían buenas noticias y esta ocasión no fue distinta. Aquel día supo que 70 mil plaquetas era sinónimo de gravedad, de un descenso sin frenos hacia el otro mundo. Él se estaba acercando a esa cifra. Aquella noche no concilió el sueño. Aquella noche murió frente a sus ojos el paciente de al lado.
Durante los siguientes días perdió la noción del tiempo, de la rutina, de los últimos decesos. Sólo estaba consciente de que la habitación ya estaba casi vacía y que su nivel de plaquetas ahora rondaba los 15 mil. Los propios doctores no podían creer que siguiera con vida, incluso parecía que aguardaban su muerte. “De mañana no pasa. Está aguantando mucho”, escuchó decir a los hombres de blanco.
Abrió los ojos, incluso aquello le dolía. Observó lentamente a su alrededor. Contándose a sí mismo, quedaban tres pacientes en la habitación, pero eso ya no le importaba.
Unos días más tarde, después de que comenzó a recuperarse, fue dado de alta. Cuando todos creían que él era el siguiente, sus plaquetas dejaron de disminuir. Milagrosamente sobrevivió.
Su mirada se detuvo justo en la mesita al lado de su camilla. Los hombres de blanco habían olvidado la vieja libreta roja. Extendió el brazo con lentitud en dirección al desgastado cuadernillo. Aquella libreta roja no tenía anotaciones médicas, se trataba de un libro de apuestas con un listado del uno al doce, solo que en vez de nombres de caballos eran personas. Su nombre estaba escrito junto al número doce. La apuesta era sencilla, quien adivinara el día en que muere cada paciente ganaba.