La mañana de aquel incidente era la continuación de una noche de excesos que me llevó hasta aquel bar situado al lado de la iglesia. En otros tiempos, a esas horas de la mañana, las ocho en punto para ser exacto, ya se podía ver movimiento de gente en los alrededores de la iglesia pero ese día, como casi todos los días, la calle estaba desierta y en la plaza no se veían más que algunas palomas alborotadas por el sonido de las campanas que avisaban de la hora entrante. Era un bar como otro cualquiera. Me sorprendió que estuviese tan concurrido, tal vez hubiese una decena de personas. Había dos hombres jugando al billar. Tenían los mofletes colorados. Así se les ponen los mofletes a los hombres acostumbrados a beber. Yo me paré y los miré. Ellos jugaban. Serían buenos bebedores pero no eran muy buenos jugadores. Detrás de ellos, al fondo del bar había más gente hablando, riendo y bebiendo.
Era un sitio tan agradable como podía serlo cualquier otro. Me dirigí a la barra. Mis andares tal vez me delataban pero conservaba un aspecto sereno, al menos en lo que respecta a la parte mental del asunto. Me senté y nadie me hacía caso. El camarero andaba de aquí para allá siempre ocupado en algo. En las mesas la gente seguía hablando y riendo y alguien se le cayó un vaso que no se lavó jamás y a mí seguían sin hacerme caso. Yo no conseguía estar irritado. Era esa actitud desesperante de los buenos borrachos. La noche había ido bien y yo sólo quería continuar mi fiesta particular. Esperé algunos minutos mirando a los dos jugadores de billar. El camarero llegó. Era un tipo de unos noventa kilos y con cicatrices en la cara. 1. 80 de estatura. Tenía alrededor de cincuenta años y le caía bien a todo el mundo en su bar. Se acercó a mí.
-Buenos días, ¿qué le pongo?
– Una cerveza, por favor, y un sándwich mixto.
No tardó un minuto y me trajo la cerveza. Una jarra, bien fría. Dos dedos de espuma.
-Muchas gracias. Se está bien aquí… – dije intentando empezar una conversación pero la mirada del camarero se dirigía a la puerta por donde entraba un hombre con bigote. Era enorme y tenía un aspecto respetable. Todos se fueron dando la vuelta a medida que iba entrando en el bar. Los jugadores del billar le saludaron por su nombre y le estrecharon la mano. Después hablaron entre ellos mientras el hombre del bigote se sentó en el lado de la barra opuesto al mío. El camarero seguía de pie frente a mí. Le saludó asintiendo amablemente con la cabeza. Después me miró a mí y desapareció la amabilidad. Cogió un paño y limpió algunas jarras todavía frente a mí pero no me dirigía la palabra. Yo estaba seguro de que me había escuchado hablar. El hombre del bigote lo llamó alzando la mano y enseguida fue hasta su lado de la barra y le tomó nota. Le sirvió un café solo. Y volvió a mi sitio. Siguió limpiando jarras con el paño.
-Se está bien aquí eh, tengo que reconocerlo – insistí. El camarero me miró y se dio la vuelta. Yo le dediqué una sonrisa pero él no la vio. Apareció al momento con mi sándwich mixto
– Aquí está su sándwich, que aproveche.
– Muchas gracias, es usted muy amable. Es complicado encontrarse con gente amable.
– Bueno, por aquí somos gente decente.
-Sí, claro.
-¿Y estás tú solo por aquí? no es un sitio conveniente para moverse solo. Aquí tiene servilletas – y me alcanzó el servilletero.
– Bueno, la verdad es que salí con un compañero del trabajo. El chico me llamó anoche. La verdad que se le notaba bastante afectado. Me dijo que había vuelto a discutir con su novia. Ese chico se pasa la vida peleándose con ella. Es pintora. Es de las buenas eh, una verdadera artista. Lo que, según dice él, como todos los artistas se recluye demasiado en su mundo interior. Pero al fin y al cabo, eso forma parte del arte, ¿no?
-Supongo.
– Lo que te decía, que Lucy, así se llama ella, se siente bloqueada cuando Paco está cerca y no puede pintar. Dice que él está siempre sobre ella, que no le da su espacio y que si no tiene su espacio no se puede liberar y si no se libera no consigue mezclar los colores como los necesita, en fin, rollos de artistas, ¿quién tendrá alguna idea de cómo tratarlos?
-¿Y dónde está tu amigo, el tal Paco? – ahora el camarero estaba con los codos apoyados en la barra.
– Eso quisiera yo saber. Yo me supongo, porque lo conozco, que se habrá ido a la casa de la pintora. Si al final no pueden estar uno sin el otro. Tal vez debería irme yo también para allá. Una vez estuve en aquella casa. No quieras saber lo que tuve que ver. Quita, quita, no pensaba yo que el arte fuese eso por dentro.
-¿Por qué, qué pasó?
– Juani, ponme un coñac – dijo el hombre del bigote. Y Juani, que así se llamaba el camarero, se levantó y fue a servírselo. Yo terminé mi sándwich. Y me apuré con lo que quedaba de la jarra. Luego Juani se volvió a mi lado de la barra. Ahora estaba más interesado que antes en mantener una conversación conmigo.
-Sigue contándome hombre, por cierto, ¿cuál es tu nombre?
– Fefo.
– ¿Fefo, qué clase de nombre es ese?
– En realidad no me llamo así. Sólo me dicen así por mi madre. Ella era Fefa así que yo me quedé con Fefo.
– Ah, vale. Muy típico eso – Juani sonrió.
-Sí, ya.
– Dime hombre, cuéntame lo que viste en casa de la pintora
– Ponme primero otra cerveza, Juani, por favor.
Se colgó el paño del hombro y sirvió otra jarra con presteza. Di un trago largo y continué contándole.
-A ver, te voy a contar desde el principio. Fue hace un par de meses cuando la conocería, no recuerdo exactamente, pero bueno, el día después de que Paco la conociera, cuando llegó al hotel a curar… nosotros trabajamos de hamaqueros en el Hotel Gran Palacio Real. Pues llegó aquella mañana el hombre que no cabía en sí mismo. “Fefo, tienes que verla, Fefo”; una mujer de las que no puedes olvidarte de ellas. Yo iba con la bicicleta por el parque y ella estaba sentada en un banco con una libreta y un lápiz, no dejaba de mirarla. Tenía el pelo por encima del hombro, medio ondulado y unos ojos… Ay amigo de esos ojos podías caerte dentro de ellos. Era como si pudiesen verlo todo. Yo era el que no la veía más que a ella y casi me empotro de frente con una señora mayor que iba con su nieto del brazo. Di un volantazo y me caí justo frente a ella. Sin quererlo conseguí que se acercara a mí y estuve toda la tarde hablando con ella. Es pintora me dijo, allí estaba dibujando en una libreta. Tenía dibujos de pájaros volando, me decía que le encantaba ver los pájaros moverse y tratar de dibujarlos”.
Los siguientes días yo lo veía a él contento, se le notaba. Estaba siempre bien afeitado, bien perfumado. A los tres o cuatro días salió otra vez la conversación allí en el hotel y le pregunté si seguía en contacto con aquella chica y me dijo que sí, que habían quedado un par de veces más, que no se la había tirado porque no tenían dónde hacerlo. Yo sabía que en su casa lo tenía jodido porque él vive con su hermana y ésta tiene una niña pequeña y siempre hay alguien en casa así que le pregunté que por qué no iban a la casa de ella y entonces fue cuando me lo soltó.
-¿Él qué? – dijo Juani, que estaba sentado frente a mí. La gente en el bar empezaba a marcharse y se despedían de Juani con la mano. Sólo quedaba el grandullón del bigote y los dos hombres que jugaban al billar y ahora los tres charlaban en una mesa. Yo le hice un gesto a Juani con la mano para que se acercara y pudiésemos hablar más en la intimidad.
-Resulta que aquella mujer no quería en un principio llevar a Paco a su casa, se mostraba reacia. Cuando ya fueron teniendo más confianza ella lo invitó. Paco me contó que cuando entró en la casa casi se caga encima. Ese fue su primer instinto. Era una casa terrera, situada en una urbanización en una calle que no tenía salida y por la que únicamente circulaban los vecinos. Entró y en el salón había un lienzo justo en el centro con todas las pinturas y todos los colores. Desde allí se veía todo el espectáculo.
Había un hombre muerto tumbado sobre la alfombra que cubría parte del parquet de madera. En la cocina se veía colgar del fregadero la cabeza sin vida de un chico que debía tener quince o dieciséis años. Paco miraba a Lucy con los ojos empapados en terror. Ella estaba delante del lienzo, tan dulce como siempre. Su cara era de una belleza muy particular, sabes, tenía una cara redonda, simétrica, una sonrisa cálida y unos ojos profundos y de color oscuro que se convertían en dos rayones cuando sonreía. Y coleccionaba cadáveres. Yo no me lo creía.
-Venga ya, Paco, -le dije,- ahora me vas a venir con estas historias.- Pero él insistía. – Fefo, te lo juro, pero escúchame – me decía – yo en un principio casi salgo por patas de la casa. Pero qué iba a hacer, ¿llamar a la policía? Y condenar a una cosa tan dulce como ella. Entonces fue cuando me sacó todos aquellos cuadros. Tenía veinte por lo menos. Todos de personas muertas. Muertas y desnudas. Algunos estaban por partes. Ella me explicó que esa era su pasión. Pero son personas, le decía yo, joder y tú les quitas la vida. Y me contó que a todos los que se cargaba se los cargaba porque se lo merecían. El hombre calvo que yacía sobre la alfombra, por ejemplo, por lo visto era el director de un banco y había desahuciado a no sé cuantas personas y el chico que le colgaba la cabeza del fregadero había violado a una prima suya de cinco años.
– ¿Me estás hablando en serio, tío? – Juani estaba desencajado. Su cara era como un crucigrama de cicatrices. El hombre del bigote volvió a sentarse en su taburete en la barra y llamó a Juani. Yo seguí con mi jarra y ellos cuchicheaban. Los dos jugadores de billar ya no jugaban al billar pero seguían bebiendo en una mesa. Levanté mi jarra y les sonreí pero ninguno me hizo caso. Juani volvió a mi lado.
– Yo al principio tampoco me lo creí – continué – pero pasaron las semanas y él se dejaba ver de vez en cuando conmigo y la traía a ella y se les veía como a una pareja normal. Imagino que tendrían sus problemas como todo el mundo. Ella era bastante simpática conmigo y se mostraba realmente cariñosa con Paco. Le acariciaba el brazo mientras hablaba y jugaba con sus dedos encima de la mesa. Podía parecer tierno, incluso.
-Pero, ¿de verdad fuiste a la casa de ella?
– Ponme otra jarra, Juani, por favor.
– Ya el barril se acabó, si quieres puedo darte un botellín.
– Me vale – el hombre del bigote ahora estaba desayunando algo y miraba hacia mi lado de la barra. Juani llegó con mi botellín.
– Un día llegó Paco diciéndome que ya no la soportaba, que desde que había ido a su casa aquella vez no había sido lo mismo la relación entre los dos. Que ahora ella se mostraba fría con él, y cada vez que Paco quería ir a su casa ella decía que no, que no podía pintar. Que le había robado la inspiración. Y comenzó a despreciarle, a tratarlo con indiferencia. Ya no tenía ningún detalle. Ni siquiera había sexo entre ellos ya. Él me dijo que creía que se estaba viendo con otro. Yo no quise decirle nada pero quizá podía tener razón. ¿Quién sabe lo que buscan ellas?
– Eso está claro. Ellas quieren seguridad. Si tú no se la das la buscan en otro lado.
– Supongo. Pues pasaron los días y una vez crucé yo por el parque que está detrás del supermercado que queda al lado de mi casa y la vi a ella allí dibujando. La saludé y me dio dos besos. Estuvimos hablando un rato y me invitó a su casa. Yo no quería ir pero ella insistió. Me dijo que me invitaba a una copa. Yo acepté, no se le niega un trago a una chica como esa. Tenía verdadera clase. Cuando llegamos a su casa era exactamente como me lo había pintado Paco. Había un lienzo enorme en frente de la puerta del baño y en la bañera una señora de unos cuarenta años desnuda, estrangulada, inerte. Estaba media lila. Debía de hacer algunos días que murió.
“Ven, acércate – me dijo – mira esto, es complicado conseguir el morado exacto de su piel ahora mismo. Y fíjate en esa mosca, lleva posada ahí por lo menos desde ayer. El verde plateado de su lomo va a ser un detalle fundamental”. Yo no sabía qué decir. Era evidente que sabía de lo que hablaba. Era una auténtica artista. Yo no entendía de arte. No sabía distinguir una obra de arte de una mierda monumental. Le pedí un wisky y me lo sirvió. Nos sentamos en su sofá. Ella tenía una falda a medio muslo y tenía unas piernas muy atractivas y estuvimos hablando un buen rato y me dijo que Paco ya no le hacía sentir nada.
“Desde que vio mi forma de trabajar – me contó – se pasaba todo el tiempo aquí y siempre estaba cachondo. Siempre quería follar. Y quería que lo hiciésemos delante de los muertos y yo no podía porque después ya no encontraba la expresión exacta en sus caras y los cuadros no servían para nada. Y eso él no lo entendía”. Cruzaba las piernas con mucha clase, sin ostentosidades, sabía exactamente de su belleza pero no la ensombrecía queriendo agrandarla. La exhibía en su justa medida. Yo ya no sabía cómo salir de allí. Ella me acarició la pierna…
– Bueno, ya está bien, joder – era el grandullón del bigote y empezaba a zarandearme por la camiseta – ¿qué cojones es eso de muertos y de cuadros de muertos? Te he estado oyendo y ya estoy hartándome un poco de tu cuento, tío raro.
Juani estaba de pie, tras la barra, había retrocedido algunos pasos y se agarraba a su paño con fuerza.
-Tranquilo, amigo, que no es para ponerse así – y me encogí de hombros tratando de parecer inofensivo.
-¿Qué no es para ponerse así?. Tú estás loco chaval. En este bar no queremos indecentes como tú. Pero tú te vas a estar aquí conmigo hasta que Juani traiga a un guardia y se aclare este tema. Juani, llama a la policía – Juani se acercó al teléfono que quedaba justo al lado de la caja registradora y llamó – Y tú, niñato de mierda, ya puedes ir diciéndonos dónde encontramos a tu amiguito y a esa zorra asesina o te voy a arrancar todos los dientes de la boca.
En el bar se hizo el silencio, Juani no se movía de dónde estaba el teléfono y los dos jugadores de billar estaban de pie dos metros detrás del grandullón del bigote, que me tenía agarrado por la camiseta a la altura del cuello.
-A ver, hombre, tranquilo, que todo es una historia. Me lo inventé todo yo ahora.
– Qué va a ser una historia. Nadie da tantos detalles contando una historia. No pudiste inventarte eso en un momento ahora.
– Que sí, hombre, que sí. ¿Tú cómo te llamas? Tranquilo, suéltame hombre, por favor – seguía sin soltarme y ya me estaba costando mantener los pies apoyados en el suelo. El grandullón dudó, frunció el ceño, miró a Juani que abrió los brazos en señal de no tener ninguna idea de lo que estaba pasando y me volvió a mirar a mí. Por fin se decidió a soltarme – no te quiero volver a ver más por aquí, niñato.
Yo me terminé el botellín. Pagué las dos jarras, el sándwich y el botellín. Y salí de aquel bar sin despedirme de nadie ni volver la vista atrás. Nunca más volví a pasar por allí. Llegué finalmente a mi casa y subí las escaleras. Desde la terraza vi como el sol estaba saliendo otro día más por el mismo hueco de siempre detrás de mi ventana. Entré en el baño, eché una meada y me lavé la cara. La clave – pensé – es mantenerse en el anonimato, que no sepan de ti lo suficiente como para que puedan destruirte. Después me dormí.