Y de repente sintió el desplome de los años. Ochenta velas presagiaron la escena. Harta de desafiar su reloj, de cabrearse con su sangre y con su aliento oliéndole a enfermedad, tomó la decisión de cederle el asiento a la muerte. Usó el pulso dictatorial de una cuchara, rellenándola de blanco ochenta veces, ni una menos, y se mató. Todos sabíamos que la abuela no podía comer azúcar.