Para comenzar a hablar de la escritura de Jorge Luis Borge, es necesario ubicarla en algún lugar. Pero ¿cómo posicionar las palabras de un Borges que nunca es Borges, sino Borges? Es decir, ¿quién es Borges? ¿Qué dicen los relatos de un escritor que incluso se ficcionaliza a sí mismo? Las dimensiones del argentino, autor de clásicos de la narrativa como Ficciones, El libro de arena, El libro de los seres imaginarios e Historia universal de la infamia se extiende incluso en su influencia en el mundo del rock. Tal vez lo que está queriendo decir es que el hombre no crea literatura, sino que la literatura crea al hombre. Es interesante posicionarse desde este punto de vista, pues permite considerar al individuo como una construcción, producto de la ficción, que se va reescribiendo y modificando en el tiempo. Pero aquí surge otra cuestión: ¿qué concepción tiene el escritor del tiempo?
Dentro del espacio literario en el que se encuentran sus relatos, la “realidad” desaparece y se reduce a un simple pestañeo ilusorio, creado para ser escrito. En “Las ruinas circulares”, por ejemplo, hace desaparecer el tiempo, lo desgrana y lo recrea, destruye márgenes y linealidades: “El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían a muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas”. El poder que tiene el tiempo en este caso no es el de un reloj convencional (¿un reloj sin agujas quizá?). Los textos de Borges confiesan que el tiempo y el espacio viven en su propia inexistencia.
La infinitud que el tiempo concede es también ese rostro que resurge interminables veces en los mismos o distintos lugares y ciclos. Es el propio rostro de Borges (¿autorretrato quizá?) que, intentando imponerse como un punto final, sólo puede convertirse en suspensivo, inevitablemente viviendo más de una vez para volverse irretratable. Esta idea se traslada inmediatamente a la escritura, definida entonces como un esbozo, dibujo arquitectónico paradójico en movimiento constante; simbólicamente representado por medio del corazón que sueña el forastero: “(…) casi inmediatamente soñó con un corazón que latía (…) Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado (…) Cada noche, lo percibía con mayor evidencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos”. Así como la escritura, que todo lo transforma y que nunca finaliza, se escribe a sí misma, sigue su ciclo en distintos textos, se reescribe y vuelve a nacer.
Los relatos de Borges viven simultáneamente entre ficción y “realidad”, la primera produce a la segunda y así comienzan un proceso de retroalimentación continuo, como sucede con el forastero: “(…) el propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar a un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad”. Se crea una simbiosis perfecta entre lo que se desea y lo que se tiene. ¿Qué se tiene? La ilusión de vivir. La ilusión de morir. Y esa “ilusión” a su vez, vuelve realidad la ficción. Por eso todo se da en un mismo plano, nunca lineal sino circular. El escritor toma la noción del “eterno retorno” de Nietzsche y muestra un tiempo que insiste en materializarse haciéndose de huesos, de carne viva. Porque nada que haya vivido puede morir. Es que las figuras repetidas no se cansan de gritar insensatamente que “las ilusiones”, “los sueños”, “los pensamientos” siempre vuelven, porque la memoria nunca olvida. Se entiende entonces al tiempo como la inexistente memoria del olvido, ya que no es más que la soga que sostiene al hombre de los pelos y lo trae de vuelta cuando le viene en gana para sumergirlo en un mundo que le permite sentirse vivo.
Lo más complejo de la escritura de Borges viene ahora: ¿cómo decir El Aleph? Allí, todo sucede simultáneamente y esto es precisamente lo que rompe con la concepción tradicional de tiempo: “Pues en un ángulo del sótano había un Aleph. Aclaró que un Aleph es uno de los puntos del espacio que contienen todos los puntos (…)”. ¿Qué decir después de una palabra que lo significa todo al mismo tiempo? Luego de leer el relato el pensamiento se desintegra en ínfimas partículas y se esparce en la brisa. Se desmenuza nuestro concepto de literatura para comprender que lo importante no es la palabra, sino lo que se hace con ella y golpea la idea de que nada puede ser tan revolucionario como el lenguaje revelándose ante el lenguaje mismo. Es como hablar de los labios y del beso, de los ojos y de la mirada, del cuerpo y de la sombra.
El “verdadero” Borges (es decir, el ficcional) le concede a su pupila lo inagotable: “Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó. (…) Vi la circulación de mi propia sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo. (…)”. Este destello sublime de imágenes lleva a descubrir que el universo es producto de la mente y que el tiempo es y deja de ser a la vez. Lo absurdo es que está siendo mientras los cuerpos, relatos y movimientos se funden e interpelan; y deja de ser, en el instante en que “te acuestas en el piso de la baldosas y fijas los ojos en el decimonono escalón de la pertinente escalera” para ver a través de una grieta el universo en su amplitud.
Quizá a Borges le abrumaba aferrarse a la idea de que el paso por la vida sea una simple línea recta (dirigida a la finitud). Y agobiado intenta crear un pasado y un futuro como realidades ilusorias (más bien irrealidades complejas y a la vez anacrónicas). El pasado, en su relato, no es más que cada segundo, de cada minuto, de cada hora, de cada día, en el que mirar hacia atrás te convierte en un recuerdo inamovible (imborrable), y el futuro se vuelve inagotable, cuando mirar hacia delante te vuelve eterno.
El relato reduce tu ser a un ínfimo punto del planeta, y paradójicamente, si pudieras observar a través del Aleph, el planeta podría convertirse en tu ínfimo ser, y así solamente dejarías de ser ínfimo. Esta grieta, esta hendija, que sólo mide tres centímetros, se convierte en una fuente interminable de puntos. Todo sucediendo en el mismo instante, sin margen, sin fronteras ni muros espaciales que lo dividan. La “realidad” es producto de la ficción. El universo es la escritura. La escritura es dios.
Escrito por Dahyana Torres
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El paso de Borges por el mundo literario y cultural es de una trascendencia incalculable. De su obra se desprenden conocimientos universales que rebasan los límites del intelecto, la imaginación y las emociones. De ahí la relevancia de sus frases para dedicarle al amor de tu vida.