Reía y era feliz desde el día en que nació. Paula era hija de dos almas que nacieron para estar juntas, fue producto de un amor verdadero y la hija más deseada. Doña Diana y don Jorge eran dichosos de ver crecer a su pequeña, la señora la cuidaba como quien cuida una rosa que acaba de abrir, el señor un poco más rudo con ella, sólo quería protegerla y que nadie nunca la lastimara.
Paula crecía y con los años su belleza predominaba, era alta, de piernas largas, su cabello a media cintura parecía jugar con el viento cada que daba un salto, sus ojos llenos de luz eran la perfecta combinación con su casi perfecta nariz y esa boca que parecía pintada a mano. Era estudiosa y amiguera, esa belleza cautivaba a todo aquel que se acercaba a la tienda de fotografía que atendía junto con doña Diana. Viajaba a lado de sus padres a tantos y tantos lugares que lo único que hacían era acrecentar los sueños de la pequeña: trabajar en una empresa importante, viajar, vestir los abrigos que veía en las revistas y, por supuesto, conocer a un hombre que junto con ella le regalara una familia tan bonita como la que formaba con Jorge y Diana.
Cuando la adolescencia tocó a la puerta de Paula, su belleza predominaban en el pequeño pueblito donde vivía, sus amigas envidiaban cómo todos los jóvenes la admiraban a lo lejos, sentían envidia de tanta felicidad que Paula siempre desbordaba, su risa se escuchaba fuerte y sus sueños seguían firmes. Cuando terminó la educación preparatoria pidió a su padre la dejara ir a la ciudad cercana a estudiar la universidad, pero éste se negó rotundamente. ¿Cómo dejaría ir a su pequeña princesa? ¿Quién la cuidaría? ¿De quiénes se acompañaría? ¿Quién la tomaría entre sus brazos cuando tuviera pesadillas? Esas y más interrogantes pasaban por la cabeza de don Jorge mientras lloraba y le pedía al tiempo detenerse para que su niña no creciera, para que no se fuera de su lado.
Después de mucho llanto y ruegos, don Jorge aceptó dejarla ir a la universidad. La inscribió y le compró la ropa más bonita que encontró en el almacén del pueblo. La miró empacar su ropa mientras se tragaba una a una sus lágrimas y el dolor de verla partir. Uno a uno pasaban los momentos a lado de su pequeña Paula, desde la primera vez que la sostuvo entre sus brazos, hasta ese día, ese doloroso día. Puso sus maletas en la cajuela del auto que le habían regalado en sus 15 años y emprendieron el viaje hacía la nueva ciudad. Paula iba feliz, sonreía y soñaba, le sudaban las manos, le temblaban las piernas, sentía mariposas en la panza, ideaba sus días en aquel lugar.
Llegaron hasta la pensión de doña Lucía donde ya la aguardaba la prima de Paula, feliz de tener compañía después de un año de estar sola. Don Jorge y doña Diana la dejaron ahí, tomados de la mano vieron entrar a su pequeña niña a una vida que le llenaba los ojos de luz, le dieron la bendición y ella cerró la puerta, mientras sus padres partían de vuelta al pueblo.
El reloj marcaba las cinco de la mañana, Paula había dormido apenas un par de horas, presa de las ocurrencias de Arleth, su prima, y los nervios que no la dejaron cerrar los ojos. Se levantó de la cama, se bañó, se puso color en el rostro y salió feliz a su primer día de clases. Así pasaron algunos meses, ella estudiaba y cada fin de semana regresaba al pueblo, era el compromiso con don Jorge. Un sábado decidió salir al baile que el presidente municipal brindaba por el aniversario de la fundación del pueblo, muy arreglada y con un vestido largo azul entró al salón, acompañada de sus amigos y amigas. Paula no sabía que ese día su vida cambiaría.
Después de algunas horas se acercó a la mesa un joven para invitarla a bailar, ella accedió a regañadientes y cuando le tomó la mano Paula sintió escalofrío, un “algo” que le recorría el cuerpo y al mismo tiempo le daba un calor especial. Javier era hijo del dueño de la cantina del pueblo, y una señora de esas que se meten hasta en la sopa. Era el mayor de dos hijos, estudiaba en otra ciudad una carrera que evidentemente no lo llenaba, porque poco hablaba de eso. Paula le sonreía tratando de evadir eso que él le hacía sentir, pero Javier se aferraba más a su mano y la obligaba a permanecer. Cuando llegó la hora acordada por el padre de Paula, le dijo a Javier que tenía que irse, a lo que el joven insistió en llevarla hasta la puerta de la casa que estaba a un par de cuadras. Caminaron por las calles solitarias y él le contaba donde vivía, de su familia, de su madre y hermano, del negocio que poco le daba para satisfacer sus necesidades, de sus ambiciones y de lo mucho que lo frustraba no pertenece a las mejores familias del lugar. Paula no lo escuchaba, caminaba pensando en la forma en la que ella sentía nervios con tan sólo verlo.
Cuando llegaron a la puerta de la casa de Paula, ella metió la llave a la cerradura y al mismo tiempo don Jorge abrió la puerta, sólo para encontrarse con su hija a lado de Javier. Le agarró fuerte el brazo y la metió a la casa, cerrando en la cara del joven la puerta de madera sin decir una sola palabra. Jorge le advirtió a Paula sobre la amistad con Javier. Sabía que no era un buen muchacho, que bebía, fumaba y noviaba todo el tiempo, que era aficionado a los toros y que de vez en cuando le daba por torear. Sus dotes de “don Juan” eran bien conocidos por todas las personas del pueblo, los alborotos que armaba en la cantina, los balazos que soltaba cada vez que se emborrachaba y la mala influencia de los chicos con los que solía juntarse.
Paula, desesperada por el palabrerío de su padre, le dijo que no volvería a verlo y se fue a la cama pensando en aquel joven que le había hecho sentir ese “algo” que nadie más había logrado. Al otro día, Paula preparó sus cosas y se fue a la ciudad. Como todos los lunes asistió a la universidad y así transcurrieron varias semanas, hasta que un buen día al salir del salón de clases se encontró con Javier de frente. Él le sonrió y ella nerviosa lo saludó, le temblaba todo, sentía mariposas, no podía creer que ahí estuviera con aquel muchacho. Caminaron juntos por el parque, él le compró una nieve y reían, todo parecía tan distinto. Paula sentía algo especial en el corazón, ese sexto sentido le decía que ese muchacho le cambiaría la vida. Paula y Javier después de un tiempo se hicieron novios, muy a pesar de todo lo que llegaba a oídos de ella y, por supuesto, en contra de lo que don Jorge le había advertido a la joven. Doña Diana, en el afán de apoyar a su hija, sabía de la relación y aunque no estaba contenta la respetaba e incluso ayudaba a Paula a verse con Javier.
Después de un par de años de noviazgo, entre el pueblo y la ciudad, Javier le pidió a Paula que se casara con él, Paula enamorada aceptó sin pensarlo. Se dio a la tarea de comprar cosas para su nueva casa, estaba muy feliz de vivir un sueño al lado del hombre que la hacia sentirse enamorada. Pensaba una y otra vez en la vida que le esperaba a lado de Javier, en los hijos que quería tener, en la casa que juntos volverían un hogar, y en las muchas veces en las que seguro viajarían. Un sábado, al llegar a casa, Paula le dijo a don Jorge que Javier iría a hablar con él para pedir su mano, a lo que el padre de la joven contestó un rotundo y enérgico: No. Se levantó de la mesa y se fue a su habitación con el miedo como único compañero. Paula se enfadó y le dijo a Diana que si su padre no la dejaba casarse ella lo haría aún sin su consentimiento. Salió en busca de Javier y al encontrarlo sentado en una banca del parque, lo abrazó y le dijo que a pesar de todo ella se casaría con él. Javier le reprochó el hecho de que don Jorge nunca lo aceptaría y que por eso ella no heredaría el dinero que por muchos años su padre había guardado. Paula no pensaba en eso, sólo en formar una familia y ser feliz a pesar de todo y de todos.
Una mañana de sábado, el amarillento sol deslumbraba el hermoso rostro de Paula, se veía una y otra vez en el espejo, miraba las flores que traía en la cabeza coronándola como la más bella de las reinas, se veía vestida de blanco y sentía una emoción que le recorría cada centímetro del cuerpo. Doña Diana a lo lejos la miraba, revuelta en un mar de emociones. La tomó del brazo y le dio su bendición. Era su pequeña princesa convertida en mujer, su más bella joya, su única hija, lo más hermoso que la vida le había regalado. Paula, vestida de novia salió de su habitación, miró a don Jorge y le hizo una mueca de sonrisa, para recibir sólo un portazo tan fuerte que le arrebató la alegría, al menos por ese momento. Don Jorge no la entregaría al altar, no le dirigía la palabra desde hace varios meses, no quería saber nada de aquel hombre que le robaba a su hija a base de engaños y falsas promesas.
Paula entró a la iglesia del brazo de su tío Fidel, era tan hermosa que opacaba las flores del lugar, caminaba tan segura como se siente el cielo de ser azul cada mañana, sonreía, miraba a Javier a lo lejos y no le importaba nada más que vivir ese momento. Paula, la hermosa y alegre Paula, la niña más deseada, la mujer que tantas veces le prometió a su niña interior nunca dejarla caer y luchar por su felicidad, la misma que se había jurado conquistar uno a uno sus sueños, era esa mujer que caminaba vestida de novia sin saber que al llegar al altar se ataría a un hombre lleno de prejuicios y frustraciones, un hombre que le cortaría sus hermosas alas y se llevaría sus mejores años. Ese hombre le quitaría la alegría y le arrancaría sus sueños, la dejaría insegura como una hoja de árbol expuesta al viento. Paula tan enamorada, conocería la cara del amor que lastima, el que daña, el que hace llorar casi todas las noches, el que a veces sabe a sangre y lágrimas, el que huele a alcohol, mentiras y melancolía, el que grita hasta ensordecer, el que angustia, el que no conoce la libertad, el que no se comparte, el que te quita hasta el último aliento.
Paula ahora camina de la mano de un pequeño niño en el parque del pueblo, le enseña lo hermoso de la vida, cantan y ríen mientras los demás los miran. Le muestra la verdadera cara del amor, le recuerda lo mucho que sus padres lo aman y lo importante que es el amor y amar. La pequeña Paula, ahora es abuela y vive la tregua que la vida le dio, recupera poco a poco su seguridad, vive como si fuera el último instante, lucha por sus sueños y ha vuelto a ver en los ojos de ese pequeñito el verdadero reflejo del amor.
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Si aún te encuentras en el proceso de sanar tu corazón, estos poemas te ayudarán a sentirte bien cuando te sientas perdida y partida en dos.