El día que mi depresión por fin se fue de mi pecho

El día que mi depresión por fin se fue de mi pecho

El día que mi depresión por fin se fue de mi pecho

Absolutamente nadie sabe algo sobre mí. Me mantengo en la fría oscuridad y tristeza de mi cuarto; ninguna persona sería capaz de encontrarme aquí encerrado, en la penumbra de mi corazón, incluso si ese alguien fuera un personaje tan extraño de las historias heroicas clásicas.

Todos cargamos nuestros monstruos, hacemos difíciles labores para sumergirlos de nuevo en el fondo de nosotros; pero día con día estos salen a la luz de manera horrorosa y nos cambian el panorama; o al menos es la historia que me cuento todas las noches antes de dormir, para no sentirme diferente a los ojos de los demás y a los propios; para despojar de mí un poco del fantasma que mis hombros cargan desde la infancia, mi crudo pasado.

Las nubes amenazan con una terrible lluvia, la luz del sol se ha apagado, una vez más para las millones de personas allá afuera, ahora no soy el único que tiene un día oscuro.

Escucho que alguien toca a mi puerta, lo hace con fuerza, con una pasiva determinación. Me levanto despacio del rincón en el que me encuentro… me pregunto, ¿quién podrá ser?

Cuando abrí, inmediatamente me percaté de la silueta de mi gran amigo; se nota trastornado, demasiado preocupado, él no suele ser así.

—Hey, ¿de verdad has olvidado lo de hoy?, pregunta con molestia en su voz.

—¿A qué te refieres?, respondí sin entender.

Musito entre dientes, estaba dispuesto a responderme pero se limitó, parece como si quisiera decirme un par de picardías. Está completamente rojo de su rostro. Pero, yo… ¿qué culpa tengo? El monstruo de mis pesadillas ha regresado de los lejanos recuerdos de mi pasado para atormentarme una vez más con su funesto diálogo repleto de odio hacia la vida. Tengo mis asuntos como para preocuparme de otros.

Se voltea, no quiere dirigirme la mirada, y es exactamente ese gesto que me lo recuerda. Yo cometí un error. Es su cumpleaños y yo no asistí, lo olvidé por completo y me siento mal por ello, él nunca se le ha pasado nada mío y ese día le dije que asistiría a su reunión, pasara lo que pasara, no importando qué.

—Al menos, ¿me dejarías entrar?, murmuró con frialdad.

Afuera uno percataba una gran diferencia en la temperatura, al parecer, todo estaba congelado, todo tan helado, agregando que la vida afuera era inexistente, nadie más que nosotros en la puerta, en la calle.

—Claro, respondo mientras abro lentamente y permito el paso.

Sin dudarlo ingresa, sus pies golpean contra el piso de madera con gran fuerza. Mi fantasma lo observa con detenimiento y tanta admiración, algo desea de él.

—Déjame adivinar —parlo enseguida—, hoy no saliste de aquí porque estas deprimido, ¿de nuevo tus fantasmas del pasado? Maldición, Rob, te había dicho los planes que tenía hoy. ¡No sé por qué demonios vine para acá en la mitad de ese desgraciado frío a sabiendas de que estarías aquí escondido como gusano en la tierra!

—Lo lamento, amigo, te lo compensaré de alguna forma.

Mis palabras se escuchan huecas, pero, ¿cómo puedo decir lo que siento con este frío, con este monstruo en mis hombros? Me acerco a él y coloco mi mano sobre su hombro.

—Discúlpame de verdad… estos días han sido difíciles para mí, compréndeme. Me despidieron del trabajo y ya no tengo tampoco mis pastillas, contestó sus ansiedades apelando a su corazón, para que comprenda mi situación.

¿Cómo explico que la oscuridad del lugar, de mi corazón no me permite ver otra cosa?, ¿cómo le confieso mi tristeza en su día?, soy un maldito bastardo, olvidé su reunión con amigos y familiares en su cumpleaños, justo hoy. Bien él podría estar en casa disfrutando de la compañía de sus seres queridos, charlando con su novia y bebiendo unas cervezas; sin embargo, decidió venir por mí, en el frío.

—Estoy harto de tus pen… —se contuvo, respiró tres veces y volteó a verme—, bien me lo dijeron, ¿para qué carajos tendría a un amigo como tú?… Estoy harto de tus problemas y demás, ya no puedo con esto… simplemente es tedioso.

Las palabras lo hicieron sentir mal, lo supe por sus ojos llenos de nobleza, dentro de él no había deseo alguno de herirme con ellas, lo comprendo, su malestar ha llegado muy lejos.

—Y… —continua hablando—, en serio, tu maldita tristeza no existe. Debes dejarlo ya. Casi todos los días es la misma burrada de siempre, te mantienes encerrado porque no has hecho nada de tu miserable vida; te aferras a cosas que nunca sucederán. Eres un “especial”, según tú. Me has fastidiado tantos momentos… pero estás invitado a la fiesta si es que quieres.

Se retira enfadado, en cuanto cruza el umbral de mi puerta, llueve en mi interior. Esa oración que perfectamente formuló cayó como un rayo en mi corazón: “tu depresión no existe”. Esa siempre ha sido mi realidad, lo he sentido desde muy pequeño.

La lluvia continúa y yo sigo pensando.

Algo que nunca había comentado a otros y, que prefiero que se quede conmigo, es que desde niño quise ser un filósofo, leí mucho de Nietzsche, Chomsky, Foucault, Sartre, y obras de Beauvior. Lo que quería era comprender el mundo para no preocuparme tanto como lo hago ahora. Me siento inútil pensando que estoy aquí perdiendo mi tiempo contra el monstruo en mis hombros.

Llego a la casa de mi amigo sin previo aviso. Me ve desde la ventana de su sala y sale rápido de su casa. Intrigado me cuestiona mi razón para llegar ahí.

—¿Te ha pasado la depresión?, fue una de las preguntas que inquirió.

—No.

—¿Entonces?

—Tenía que venir.

—Pensaste en lo que te dije, ¿de verdad te ayudo?

—Créeme lo pensé demasiado.

—¿A qué conclusión llegaste?

Sonreí por su mirada perdida en mi rostro cambiado. Me siento distinto a otros días, me siento, como nunca antes en la vida misma.

—Dijiste algo que me agradó demasiado, que mi depresión no existe, lo cual me llevó a pensar en algo más: si mi depresión siempre ha sido mi única realidad, mi único todo en este mundo y es errónea, o marcada como inexistente, pues cabe declarar que, por lo tanto, todo lo demás tampoco.

Hice que mi pensamiento fluyera en otro sentido, tenía que darle más prioridad a mí.

El monstruo de mis hombros me suelta, lo observa directamente a él sin que se percate. Le doy el regalo que compré y lo felicito. Algo en su perplejidad cambió. Yo ya no sentía más al perturbador ser detrás de mí, lo veía junto a mi amigo. Mi depresión por fin desapareció.

—Vamos, es tu fiesta —le digo al chico—… con depresión.

**

Que en la soledad de la habitación “los chicos solitarios como nosotros sólo bebemos café”.

**

Las fotografías que acompañan al texto pertenecen a Jenny Woods.

Salir de la versión móvil